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Un criterio muy socorrido para observar la belleza en una obra de pintura artística consiste en su fidelidad con lo reproducido, es decir, que lo pintando en el lienzo sea una copia fiel de lo real. Aunque esto puede funcionar en cierto tipo de casos, no representa un criterio universal. Debemos recordar, por principio, que la acción de representar algo tiene el objetivo fundamental de plasmar la realidad reformulada, rediseñada por el ser humano; dicho en otras palabras: la realidad transformada por el hombre y para el hombre; es la manifestación de cómo el hombre se apropia un fragmento de lo real. Lo representado con líneas, colores, sombras, etc. testimonia cierto estado de las relaciones con lo real (en su sentido más amplio, aquí incluimos a la sociedad, el Estado, la familia, la guerra, el medio ambiente, etc.); así que, aunque vemos las evocaciones hacia un objeto real concreto –por ejemplo, las botas de un campesino o un bohío bañado por la luz de la tarde– realmente estamos ante la manifestación de una actitud humana hacia la realidad misma.
Por eso, las cosas, los hombres y la naturaleza son representados precisamente de tal modo para acentuar esa visión. En el cuadro Los comedores de patatas, Vincent Van Gogh procura exaltar la fisonomía burda de los agricultores alrededor de una mesa en penumbra, deliberadamente figuran los rostros como si fuesen precisamente patatas. En la realidad, los rasgos faciales no son así, o cuando menos no en esa grosera definición. Ocurre lo mismo con los cuadros de Giotto, pintor del alba del Renacimiento, quien representa a los hombres desproporcionadamente más grandes que las ovejas, porque tiene en la mente el humanismo: subraya el valor del elemento humano frente a la pura naturaleza. Y esta preponderancia resulta evidente cuando pinta el rostro de Cristo, rasgos muy humanos, menos divinos, un hombre verdadero de carne y hueso; lo dicho: una visión de lo divino con acentuaciones muy humanas.
El objeto real tiene un significado, pero cuando es reproducido (pintado, dibujado, esbozado) abre nuevas posibilidades de significación; muy pocas veces se pinta el objeto para representar un fin último sin más; realmente ese fragmento de la realidad proyecta el punto de partida para algo más. Velázquez pinta un bufón de la corte, El Primo, en 1645, un rostro compungido, resultado de su doloroso aislamiento; la paradoja de este tipo de personajes: la tristeza detrás de la bufonería. Y sin embargo, Velázquez se encarga de presentarlo con un aspecto de superioridad en relación con el mundo de los ricos nobles. El ente representado es trascendido en su significado porque es transformado, o sea pasa por el “filtro” mental del pintor; aquí, como ocurre con otros artistas, la técnica está, sobre todo, en recurrir a este fin; desde luego que las revoluciones en las técnicas pictóricas (modificación del color, difuminación, predominio de las sombras y claroscuros, privilegio del dibujo geométrico, etc.) son el resultado de la búsqueda de los artistas para manifestar mejor la preocupación de una época determinada, a veces esta actitud implica “romper” con la técnica dominante o el rescate de otras ya olvidadas; los artistas sienten con mayor fuerza las convulsiones sociales; y el rompimiento con ciertas técnicas es, en cierto modo, muestra de la inconformidad con su tiempo. Diego Rivera, por ejemplo, antes de ser el muralista mexicano por antonomasia, pintó en formatos más pequeños; entusiasmado por las vanguardias europeas, exploró el postimpresionismo y el cubismo; si dejó de pintar bajo estos paradigmas fue por su compromiso con la Revolución Mexicana.
La degustación masiva de cualquier arte requiere dos grandes principios: una educación general auténticamente masiva con altos índices de calidad, educación en el sentido amplio de la palabra; conocimientos que colaboren en la comprensión del contexto de la obra: desde filosofía hasta historia económica; los saberes librescos por sí mismos no generan apreciación, aunque no son suficientes, sí son necesarios. El otro fundamento es la práctica artística continua y masiva, que será responsable de cultivar la sensibilidad. Esto requiere maestros profesionales suficientemente bien remunerados con espacios y materiales en abundancia. Condiciones sin duda incompatibles con Estados burgueses que cercenan el presupuesto de la educación popular y la cultura por acciones clientelares.
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Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl
Columnista