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La enajenación y sus raíces económicas
En la enajenación ideológica la clase trabajadora extravía su concepción del mundo.

La palabra enajenar proviene del latín inalienare, y significa “vender o ceder la propiedad de algo u otros derechos (…) Sacar a alguien fuera de sí, entorpecerle o turbarle el uso de la razón o de los sentidos (…) Desposeerse, privarse de algo” (Real Academia). Es perder lo que se tiene, volverlo ajeno. En su manifestación política fue analizada con gran acuciosidad por Juan Jacobo Rousseau en El contrato social. Con la instauración del Estado antiguo, los hombres le ceden sus derechos y le traspasan sus libertades; en el absolutismo adquiere un poder total sobre los individuos. Hobbes reflexionaba que para superar la guerra de todos contra todos (bellum omnium contra omnes), los hombres han debido limitar sus derechos individuales, cediéndolos a un poder superior que ponga orden (el Estado). Surge así, según esa teoría, un juez que dirime conflictos y choques individuales en una sociedad confrontada que reduce las relaciones humanas a la competencia y el egoísmo. En realidad lo que ocurre es que el Estado se erige en instrumento de poder de la clase dueña de la riqueza, ante el cual el pueblo pierde sus derechos y su conciencia.

En la enajenación ideológica, la clase trabajadora extravía su concepción del mundo; no se identifica como clase social ni entiende su relación con las demás. Asume como propias las ideas de los poderosos, inducida o por imitación, y más que cambiar la realidad quiere ser como ellos. Adopta sus criterios estéticos, gustos y costumbres. Y admite sobre ella, además, a potencias sobrenaturales, como fantasmas y demonios, que le persiguen y acosan, y ante los que queda empequeñecida, indefensa y atemorizada.

Hegel concibe que la liberación del individuo está en la conciencia y sólo se logra, idealistamente, a través de la autoconciencia; desarrollo implica superar la enajenación mediante la crítica. Para algunas escuelas filosóficas hindúes, la “elevación espiritual” conduce al nirvana (algo semejante, por cierto, se trasluce en la filosofía del gobierno actual).

Hay quienes piensan, en una visión reduccionista que constriñe todo a la conciencia, que la educación, por sí misma y sin más, eleva y libera al individuo; desdeñan las condiciones materiales en que vive el hombre y que determinan sus ideas. Partiendo de esa visión concluyen que para cambiar al mundo y liberar a los pueblos basta modificar su mente. Sin duda educar es no sólo un derecho humano, necesidad para una vida superior; condición indispensable para el progreso, pero éste no se agota en ella. También hay quienes limitan todo al papel enajenante de los medios de comunicación. Importantísimo, sí, y debe atenderse, pero tampoco basta. Quienes así piensan, olvidan que el hombre es producto de su realidad, que lo configura ideológicamente en cada época; y considerando la ideología aislada, se desprecia la enajenación económica, que sufre el trabajador al perder el fruto de su trabajo. Alimentos, trajes, hospitales, aviones, teatros, hoteles, de toda su creación nada es para él. Todo se esfuma y va a quedar en otras manos. En el capitalismo el trabajo se enajenó desde que el asalariado, sin medios para producir, se vio en la imperiosa necesidad de vender su fuerza de trabajo, que por eso ya no es suya; pertenece a quien la compró, a quienes tienen en monopolio los medios de producción.

Desde la acumulación originaria, los productores directos fueron despojados de sus medios. Posteriormente, las máquinas introducidas en la Revolución Industrial “despojaban” al obrero fabril de su trabajo, de su preeminencia en el proceso productivo, y lo arrojaban a la calle; pero no eran las máquinas, sino la forma en que se organiza la producción. Hoy los robots desplazan también a gran cantidad de trabajadores. El dinero mismo da la apariencia de tener vida y poderes propios, superiores al hombre, y “el mercado” se presenta como algo ajeno, como lo describía Adam Smith, una fuerza que exige a la sociedad total subordinación, y que todo lo dicta: qué producir, qué comprar, qué consumir, quién podrá tener trabajo y quién no. Mas en realidad no tiene per se tal poder: es sólo una relación social entre vendedores y compradores, y puede ser diseñado y reorganizado. Es más bien el Frankenstein, hechura de la sociedad, pero vuelto en su contra.

Para liberar a la clase trabajadora de poderes ajenos, ideológicos y políticos, debe cambiar, sí, su mente, educarse; pero dejar ahí las cosas es imaginar la simple y pura levitación. La conciencia adquirida debe aplicarse a cambiar las circunstancias que aprisionan a la sociedad, para que ésta sea dueña de lo que produce, si no de todo, sí de una parte mayor, y pueda satisfacer todas sus necesidades. Mientras así no ocurra, no tendrá dominio de sí misma, su voluntad seguirá enajenada; por ejemplo, al vender su voto en las elecciones, privándose de su capacidad real de votar y decidir sobre el gobierno; o subordinada al poder por necesidad, con temor siempre de perder su derecho en algún programa gubernamental clientelar, una beca “Benito Juárez”, “Construyendo el Futuro” u otro “apoyo” cualquiera. En buen español, esto sí merece llamarse chantaje.

Revertir la enajenación económica exige acciones gubernamentales redistributivas: generar empleos bien remunerados para quien desee y pueda trabajar, y en jornadas razonables, no como las extenuantes de hoy, que ahondan aún más la enajenación. Se puede distribuir mediante gasto público que priorice las necesidades sociales: servicios básicos, escuelas bien equipadas, hospitales con instalaciones y equipo modernos. También mediante infraestructura agrícola y transporte público de calidad; programas de viviendas populares, con la comodidad, privacidad y espacio vital necesarios. En fin, distribuir reduciendo impuestos a los sectores de bajos ingresos y aplicando más obligaciones fiscales a multimillonarios y trasnacionales.

Dejar al pueblo atrapado en su circunstancia de hambre y privación es mantenerlo como rehén, vulnerable, crónicamente necesitado de la caridad; es legitimar y perpetuar su condición, y supeditar su voluntad, dignidad y derechos al interés de quien otorga el “apoyo”. Y sin ser una característica privativa de esta administración, esto ocurre en el gobierno actual, que encuentra en las carencias populares una cantera inagotable de votos cautivos, indispensables para permanecer en el poder. Este régimen necesita que haya pobres, ¡los más posibles! Necesita de la enajenación en todas sus manifestaciones. Pero no cabe rendirse; debe enfrentársela y suprimirla, y eso no se logra sólo con la crítica que la caracterice, por certera que sea, sino resolviendo las circunstancias que la engendran. 

Escrito por Abel Pérez Zamorano

Es Doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics, autor de los libros Marginación urbana e Industria azucarera y tenencia de la tierra.


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