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Obra de José Joaquín Fernández de Lizardi es también La hormiga y el elefante, original fábula con la que ya en el Siglo XIX, su autor fustigaba los abusos de los poderosos y los prevenía contra las funestas consecuencias de ir por ahí atropellando a los débiles e indefensos. Es entendible, dice el fabulista, que si individuos de semejante fuerza se enfrentan, uno de ellos resulte vencido o muerto (claro, como es propio del género, se refiere a elefantes, leones o tigres); pero no es común que un pequeño insecto venza al animal terrestre más grande del planeta.
Que a un elefante fuerte
un bravo león atase
o algún tigre feroz despedazase,
fácil es, si se advierte;
más que se diera traza
de privar de la vida a tal bestiaza
una débil hormiga,
esto no se ha de creer aunque se diga;
parecerá quimera,
pero ello es que pasó de esta manera:
Y acto seguido, Fernández de Lizardi, digno hijo de la Constitución de Cádiz y de la Libertad de Imprenta, a decir de Luis G. Urbina en su Estudio Preliminar a la Antología del Centenario, plantea de manera tan sucinta el aplastamiento de una solitaria hormiga bajo la pata de un corpulento paquidermo quien, en vez de buscar la forma de enmendar su error, se burla de la víctima y la llena de insultos. Sobre el atropello, el escarnio. Acto seguido, el ofensor se aleja del sitio muy orondo con la impunidad que su talla le proporciona casi siempre.
(…)
no sé si de pensado o de accidente
un elefante un día
a una infeliz hormiga pisaría;
ello la lastimó muy gravemente;
la pobre se quejaba
y el elefante entonces la insultaba
con picantes razones
diciéndola denuestos a millones;
y fuese al fin dejando
a la infeliz hormiga renegando
y ofreciendo colérica y sangrienta
vengarse de la bestia corpulenta,
la que solo reía
de cuanto el insectillo le decía;
Y aquí estriba parte de la originalidad del argumento lizardiano. Traída a tierras americanas por los poderosos vientos de la Ilustración Francesa, la fábula florecería como género hasta adoptar formas propias. La intención didáctica, siempre expresada al final del breve relato en forma de moraleja, rara vez recurre a la muerte del personaje infractor y en general se limita al escarmiento material, pecuniario o a la degradación social, en los casos más graves. Pero en La hormiga y el elefante los detalles perturbadores de un asesinato premeditado y a sangre fría reciben la aprobación del autor. Esta sanción positiva de una venganza personal convierte a la obra, de inocente relato moralizante en proclama política para agitar a las víctimas de reiterados abusos.
(…)
pero éste, adolorido,
lo siguió con paciencia
hasta que a su presencia
el elefante se acostó rendido
de un sueño tan profundo
cual si no hubiera hormigas en el mundo.
La trompa, sin recelo,
la desarruga, tiende por el suelo,
y duerme alegremente.
Entonces la hormiguilla sutilmente
por la nariz nerviosa
corriendo se introduce
hasta do la conduce
su venganza cruel, y allí furiosa
con su débil tenaza
muerde, le aguija, hiere y despedaza
la ternilla sensible
de aquel monte animado tan temible,
quien al sentirse herido
despierta, da un bramido,
se levanta, despliega
la trompa y la refriega
por doquiera que andaba.
Entre tanto, la hormiga no cesaba
de su intento primero
de hacerle en la nariz un agujero.
Toda su fuerza aplica
con un tesón constante
contra el pobre elefante
a quien hiere, maltrata y mortifica
con ahínco tan cruel y desusado
que ya desesperado
el elefante triste
a trompazos los árboles embiste,
dándose golpes tales
que en breve tiempo se hizo dos canales
por donde le salía
en arroyos la sangre; ni podía
más golpes sacudirse
el infeliz herido,
y ya desfallecido
hubo al fin a la muerte de rendirse.
Exangüe cayó al suelo.
La moraleja, en esta fábula, también se presenta de manera novedosa, pues el autor deposita la responsabilidad de la inquietante proclama en el mismo personaje que ha consumado su venganza. Matar a los opresores es justo, parece decir la fábula de una hormiga aislada.
Entonces la hormiguilla sin recelo
salió de la nariz ensangrentada,
y viéndose vengada,
le decía: a ninguno
debemos agraviar de modo alguno,
y a los hombres en ti yo bien enseño,
que ningún enemigo es tan pequeño
como una hormiga coja
para tomar venganza si se enoja.
¿Y si en lugar de una diminuta y aislada hormiguita decimonónica, millones de ordenadas y diligentes hormigas fueguinas lográramos por fin convencer al elefante de que no es sensato su proceder? Por de pronto, gobiernos como el de Miguel Barbosa, en Puebla, deberían pensar detenidamente antes de seguir atropellando y cubriendo de insultos y amenazas a los antorchistas.
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Escrito por Tania Zapata Ortega
COLUMNISTA