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Rosalía de Castro
Rosalía de Castro es melancólica y asocia elementos de la naturaleza a atmósferas grises, tristes o a una realidad animada, misteriosa, y cuyos signos más visibles hablan de una vida doliente.
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Nació en Santiago de Compostela, España, el 24 de febrero de 1837. Fue una escritora en lengua castellana y gallega. Perteneciente por línea materna a una familia noble, su adolescencia estuvo dominada por cierta crisis debida al descubrimiento de su condición de hija ilegítima de un sacerdote, y por una delicada salud, que jamás mejoró.

La poesía de Rosalía de Castro es melancólica y asocia elementos de la naturaleza a atmósferas grises, tristes o a una realidad animada, misteriosa, y cuyos signos más visibles hablan de una vida doliente. Su primer libro, La flor, se publicó en Madrid en 1857 y recibió elogiosas críticas de Manuel Martínez Murguía, crítico destacado del Renacimiento gallego, con quien Rosalía de Castro contrajo matrimonio al año siguiente. Vivió en medio de constantes penurias económicas, dedicada a su hogar y a sus hijos; la muerte de su madre y la de uno de sus hijos fueron dos duros golpes para ella.

La obra de Rosalía también muestra preocupación social por las duras condiciones de los pescadores y los campesinos gallegos y otra de carácter metafísico que la sitúa dentro de la literatura existencial, se le ha equiparado con Gustavo Adolfo Bécquer, ambos son señalados por la crítica como los iniciadores de la poesía española contemporánea; los versos de Rosalía anticiparon algunos aspectos del modernismo de Rubén Darío, y su influencia se extendió, a través de Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, a la generación del 27. 

 

 

Era apacible el día

Era apacible el día
y templado el ambiente
y llovía, llovía,
callada y mansamente;
y mientras silenciosa
lloraba yo y gemía,
mi niño, tierna rosa,
durmiendo se moría.

Al huir de este mundo, ¡qué sosiego en su frente!
Al verle yo alejarse, ¡qué borrasca la mía!

Tierra sobre el cadáver insepulto
antes que empiece a corromperse… ¡Tierra!
Ya el hoyo se ha cubierto, sosegaos,
bien pronto en los terrones removidos
verde y pujante crecerá la hierba.

¿Qué andáis buscando en torno de las tumbas,
torvo el mirar, nublado el pensamiento?
¡No os ocupéis de lo que al polvo vuelve!
Jamás el que descansa en el sepulcro
ha de tornar a amaros ni a ofenderos.

¡Jamás! ¿Es verdad que todo
para siempre acabó ya?
No, no puede acabar lo que es eterno,
ni puede tener fin la inmensidad.

Tú te fuiste por siempre; mas mi alma
te espera aún con amoroso afán,
y vendrás o iré yo, bien de mi vida,
allí donde nos hemos de encontrar.

Algo ha quedado tuyo en mis entrañas
que no morirá jamás,
y que Dios, por que es justo y porque es bueno,
a desunir ya nunca volverá.

En el cielo, en la tierra, en lo insondable
yo te hallaré y me hallarás.
No, no puede acabar lo que es eterno,
ni puede tener fin la inmensidad.

Mas… es verdad, ha partido,
para nunca más tornar.
Nada hay eterno para el hombre, huésped
de un día en este mundo terrenal,
en donde nace, vive y al fin muere,
cual todo nace, vive y muere acá.

Una luciérnaga entre el musgo brilla
y un astro en las alturas centellea,
abismo arriba, y en el fondo abismo;
¿qué es al fin lo que acaba y lo que queda?
En vano el pensamiento
indaga y busca lo insondable, ¡oh, ciencia!
Siempre al llegar al término ignoramos
qué es al fin lo que acaba y lo que queda.

Arrodillada ante la tosca imagen,
mi espíritu, abismado en lo infinito,
impía acaso, interrogando al cielo
y al infierno a la vez, tiemblo y vacilo.
¿Qué somos? ¿Qué es la muerte? La campana
con sus ecos responde a mis gemidos
desde la altura, y sin esfuerzo el llano
baña ardiente mi rostro enflaquecido.
¡Qué horrible sufrimiento! ¡Tú tan solo
lo puedes ver y comprender, Dios mío!

¿Es verdad que lo ves? Señor, entonces,
piadoso y compasivo
vuelve a mis ojos la celeste venda
de la fe bienhechora que he perdido,
y no consientas, no, que cruce errante,
huérfano y sin arrimo
acá abajo los yermos de la vida,
más allá las llanadas del vacío.

Sigue tocando a muerto, y siempre mudo
e impasible el divino
rostro del Redentor, deja que envuelto
en sombras quede el humillado espíritu.
Silencio siempre; únicamente el órgano
con sus acentos místicos
resuena allá de la desierta nave
bajo el arco sombrío.

Todo acabó quizás, menos mi pena,
puñal de doble filo;
todo menos la duda que nos lanza
de un abismo de horror en otro abismo.

Desierto el mundo, despoblado el cielo,
enferma el alma y en el polvo hundido
el sacro altar en donde
se exhalaron fervientes mis suspiros,
en mil pedazos roto
mi Dios, cayó al abismo,
y al buscarle anhelante, solo encuentro
la soledad inmensa del vacío.

De improviso los ángeles
desde sus altos nichos
de mármol me miraron tristemente
y una voz dulce resonó en mi oído:
“Pobre alma, espera y llora
a los pies del Altísimo:
mas no olvides que al cielo
nunca ha llegado el insolente grito
de un corazón que de la vil materia
y del barro de Adán formó sus ídolosˮ.

¡Pobre alma sola!, no te entristezcas...

¡Pobre alma sola!, no te entristezcas,
deja que pasen, deja que lleguen
la primavera y el triste otoño,
ora el estío y ora las nieves;

que no tan solo para ti corren
horas y meses;
todo contigo, seres y mundos
de prisa marchan, todo envejece;

que hoy, mañana, antes y ahora,
lo mismo siempre,
hombres y frutos, plantas y flores,
vienen y vanse, nacen y mueren.

Cuando te apene lo que atrás dejas,
recuerda siempre
que es más dichoso quien de la vida
mayor espacio corrido tiene.

Busca y anhela el sosiego

Busca y anhela el sosiego…
mas… ¿quién le sosegará?
Con lo que sueña despierto,
dormido vuelve a soñar.
Que hoy como ayer, y mañana
cual hoy, en su eterno afán,
de hallar el bien que ambiciona
—cuando solo encuentra el mal—,
siempre a soñar condenado,
nunca puede sosegar.

Las campanas

Yo las amo, yo las oigo,
cual oigo el rumor del viento,
el murmurar de la fuente
o el balido de cordero.

Como los pájaros, ellas,
tan pronto asoma en los cielos
el primer rayo del alba,
le saludan con sus ecos.

Y en sus notas, que van prolongándose
por los llanos y los cerros,
hay algo de candoroso,
de apacible y de halagüeño.

Si por siempre enmudecieran,
¡qué tristeza en el aire y el cielo!
¡Qué silencio en la iglesia!
¡Qué extrañeza entre los muertos!


Escrito por Redacción


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