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MANUEL JOSÉ OTHÓN. Nació el 14 de junio de 1858 en San Luis Potosí, fue poeta, cuentista y dramaturgo. A los 13 años comenzó a escribir poemas y a los 21 los publicó en una compilación que tituló Poesías. Fue miembro de la Academia de la Lengua. Sus poemas y sus cuentos se publicaron en El Búcaro, El Pensamiento, La Esmeralda, La Voz de San Luis, El Estandarte, El Contemporáneo, El Correo de San Luis, El Renacimiento y El Mundo Ilustrado. La temática de sus poemas habla de la naturaleza y su relación con el hombre, entre sus obras se destacan los poemarios Himno de los bosques y La noche rústica de Walpurguis. Para muchos, el poema Idilio Salvaje es su mejor trabajo, fue reconocido nacional e internacionalmente. Falleció el 28 de noviembre de 1906, a los 48 años.
Elegía
A la memoria del maestro Rafael Ángel de la Peña (*)
De mis oscuras soledades vengo
y tornaré a mis tristes soledades
a brega altiva, tras camino luengo;
que me allego tan solo a las ciudades
con vacilante planta y errabunda,
del tiempo antiguo a refrescar saudades.
Yo soy la voz que canta en la profunda
soledad de los montes ignorada,
que el sol calcina y el turbión inunda.
Ignoro de mi rústica morada
qué tiene, que viniendo de mí mismo,
vengo de la región más apartada;
y endulzo el amargor de mi ostracismo
en miel de los helénicos panales
y en la sangrienta flor del cristianismo.
Surten de allá tan lejos los raudales
de un río, en cuya límpida corriente
inundasteis las testas inmortales.
Al labio virginal de aquella fuente,
vuestras palmas, al viento, de callada,
susurran blanda y amorosamente;
y el susurrar semeja y la cascada,
al caer sobre el oro de la arena,
diálogos de Teresa y de Granada.
Diálogos en la noche más serena
del tiempo, interminable y luminosa,
de augusta paz y de misterios llena,
en que el genio beatífico reposa
a la luz de los campos siderales,
de azul teñidos, y de nieve, y rosa;
trono para cubrir los pedestales
que el cincel de los siglos ha labrado
al alma de los muertos inmortales...
De otros, que fueron ya, se encuentra al lado,
ardiendo en fe y en caridad y ciencia
y al bien y a la verdad aparejado,
como cuando cruzó por la existencia,
en su envoltura terrenal, que ahora
trasciende aún, cual ánfora de esencia,
el varón de cabeza pensadora
y penetrante ingenio soberano
que el paso de los tiempos avalora.
Empuñó libro y lábaro su mano;
creyente, sabio, artista. Fue en la vida
esteta heleno y gladiador cristiano.
En su alba cabellera florecida
fulguraban los últimos reflejos
con que acompaña el sol su despedida,
y vienen de muy lejos, de muy lejos,
las cimas a alumbrar donde perdura
el triste glauco de los bosques viejos.
Se destaca su pálida figura
sobre el marco social enrojecido,
como un jirón de agonizante albura,
y de ardiente aureola circüido,
en puridad le revelaba el verbo
sus profundos misterios al oído.
Siempre dominador y nunca siervo
del lenguaje, probó pacientemente
los dulces goces del trabajo acerbo.
Fue el varón fortunado de alta frente,
nunca sentado en la manchada silla
de pecadora y fementida gente;
que crece en altivez cuando se humilla,
incrustando, con ánimo sereno,
la frente en Dios y en tierra de rodilla,
y desprecia el relámpago y el trueno
con la inefable dicha de ser sabio
y el orgullo sagrado de ser bueno...
Ante él calló la envidia y el agravio,
y en la mundana y dolorosa guerra
no queja alguna murmuró su labio,
y al fin en el amor los ojos cierra;
pues ¿dónde hay más amor que el de la muerte
ni más materno amor que el de la tierra?...
Duerme y sueña, señor: tu cuerpo inerte,
cuando del sueño augusto en que reposa
a la inmortal resurrección despierte,
verá que se irgue, al lado de su fosa,
de héroes, santos y reyes gestadores
la no muerta falange luminosa.
Coronistas, poetas y doctores,
departirán contigo en la divina
fabla, de que sois únicos señores...
¡Oh romance inmortal! Sangre latina
tus venas abrasó con fuego ardiente
que transfundió en la historia y la ilumina,
y nunca morirá, mientras aliente
un cerebro que piense en lo que vuela,
y un corazón que sufra en lo que siente.
¡Cuánto envidio a los muertos cuya estela
marca en los mares el camino luengo
que dejara su nave de áurea vela!
Y con estas envidias que yo tengo,
abandono el rumor de las ciudades.
De mis desiertas soledades vengo
y torno a mis oscuras soledades.
México D.F. 24 de octubre de 1906.
Invitación al poeta
A José Peón y Contreras
Coge la lira de oro y abandona
el tabardo, descálzate la espuela,
deja las armas, que para esta vela
no has menester ni daga ni tizona.
Si tu voz melancólica no entona
ya sus himnos de amor, conmigo vuela
a esta región que asombra y que consuela;
pero antes ciñe tu inmortal corona.
Tú, que de Pan comprendes el lenguaje,
ven de un drama admirable a ser testigo.
Ya el campo eleva su canción salvaje;
Venus se prende el luminoso broche…
Sube al agrió peñón, y oirás conmigo
lo que dicen las cosas en la noche.
Envío
En tus aras quemé mi último incienso
y deshojé mis postrimeras rosas.
Do se alzaban los templos de mis diosas
ya solo queda el arenal inmenso.
Quise entrar en tu alma, y ¡qué descenso!
¡Qué andar por entre ruinas y entre fosas!
¡A fuerza de pensar en tales cosas
me duele el pensamiento cuando pienso!
¡Pasó!... ¿Qué resta ya de tanto y tanto
deliquio? En ti ni la moral dolencia,
ni el dejo impuro, ni el sabor del llanto.
Y en mí, ¡qué hondo y tremendo cataclismo!
¡Qué sombra y qué pavor en la conciencia
y qué horrible disgusto de mí mismo!
Escrito por Redacción