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La vida y la muerte en la poesía de Rafael Díaz Ycaza
Publicado en Zona Prohibida (1972), "Edú y la muerte" es un verdadero canto al gozo de vivir a pesar del final seguro y no puede sino arrancarnos una sonrisa por la ingenuidad del desenlace.
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La muerte, que en figura femenina se presenta puntualmente a ajustarnos las cuentas; el pícaro que se burla de ella con alguna estratagema, que la enamora con la astucia del desesperado para conseguir una prórroga, para aferrarse a este mundo y disfrutar el último trago, la última parranda, es un argumento tan latinoamericano, tan presente en la cultura de nuestros pueblos, tan socorrido en la narrativa, que no podía faltar en la poesía del ecuatoriano Rafael Díaz Ycaza (Guayaquil 1925-2013). Publicado en Zona Prohibida (1972), Edú y la muerte es un verdadero canto al gozo de vivir a pesar del final seguro y no puede sino arrancarnos una sonrisa por la ingenuidad del desenlace:

«Edú –dijo la muerte–, ya es la hora»

Y él replicó, sonriendo:

«Zambita, espera un poco.

¿No ves que es muy temprano?

Anda, más bien convídame

un trago de aguardiente».

Pero ella dijo: «El último.

Tan solamente el último del último».

Y cuando se lo trajo

con esa mano de tan negra y negra,

con esa mano de tan tierra y negra,

Edú la trajo nuevamente al centro.

La metió bajo el toldo y en la colcha

y ella contenta.

La estrechó, luego, con sus pata-pata

y ella gozando.

Y él se fue de parranda

cuando la muerte se quedó muriendo.

Pero vencer a la muerte no es solo un acto de astucia o ingenio individual; vencen tambien a la muerte los valientes, los aguerridos, quienes al fin deciden alzar la voz junto a otros hombres y rebelarse contra la injusta vida a que los han confinado; y entonces la muerte misma se pone de su lado. Masa, es el poema de César Vallejo del que Díaz Ycaza extrae el epígrafe para su poema Ovaciones y vivas: “Pero el cadáver, ay, siguió muriendo”. Con tono solemne, el gran poeta peruano hace resucitar al combatiente ante el clamor unánime de “todos los hombres de la tierra”; con aparente despreocupación, el ecuatoriano hace la lista de las consignas más absurdas que se convierten en banderas al gritarse con el último aliento de quien está “ya resuelto a morirse”, al fin que se muere solo una vez.

Puso en limpio el bigote de recuerdos

sacó brillo a la caja de renuncias

alisó el esternón y la clavícula

y para el fin morirse grito ¡viva!

¡Viva el pan sin motivos!

¡Viva el guiño del tuerto!

¡Viva la enagua de la niña pobre!

¡Vivan las perinolas y los timbres!

Ya resuelto a morirse

¡Viva la lora!, dijo, y viva el perro

y su pequeña pulga

y las chicas de quince

olorosas a flores escondidas

y que vivan las chicas de

[noventa.

¡Viva la vida, viva la vida!, dijo

y hasta la muerte recogió sus enaguas

podridas y sus trapos viejos

e inevitables

y hasta la muerte dijo alegre: ¡Viva!

y el hombre nunca más volvió a morirse.

Y ya puestos a enlistar las razones para vitorear, es obligado transcribir su poema Mitin en Quito, amarga protesta contra la hipocresía de quien finge defender los derechos humanos – “de papel y de letra”– mientras el pueblo pasa hambre, deshaucio, enfermedad y sufre injusticias y atropellos sin fin.

¡Viva la mosca sobre el hueso triste!

Digo que viva el hombre con derecho a morir

a estar encarcelado y tener hambre

con derecho a los dogmas de la iglesia.

La mujer con derecho a la vida privada

en las aceras y en los hospitales.

Digo que viva el indio con sus siete piojos

y con su mugre con derechos humanos

y vivan sus mujeres y sus hijos

con derecho al pan nuestro

solo una vez al día, solo una.

Policías y soldados, confidentes,

prelados y oficiales:

viva la bota azul y la dorada

casaca de las fiestas. Viva la dentadura

de metales brillantes

con la que masticáis el domicilio,

la camita privada y el fogón silencioso,

viva nuestro respeto

para el que nunca acaba de morirse.

Digo que viva el hombre con derechos

de papel y de letras

el hombre siempre libre

la mujer con derechos a parir en la acera,

en la ciegas quebradas y en los páramos.

Digo, niñas de quince, viejas de quince años

con derecho al trabajo en la sala de baile:

¡Que vivan los derechos y que vivan

los dolores del hombre!


Escrito por Tania Zapata Ortega

COLUMNISTA


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