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Es escandaloso para la sociedad capitalista de nuestro siglo que haya manifestaciones contra las medidas de confinamiento que buscan frenar la propagación vertiginosa del Covid-19, como ha ocurrido en el Viejo Continente. Primero fue en España, luego en Inglaterra y ahora en los Países Bajos (donde residieron Descartes y Spinoza). El furor con el que la gente protestó es inédito: se opusieron al toque de queda que hasta hace poco era opcional. Las manifestaciones no fueron pacíficas, pues hubo enfrentamientos con policías, agresiones con piedras, fuego y desorden. Un centro de detección de Covid-19 fue incendiado en la localidad de Urk (norte), hecho “que sobrepasó todos los límites”, según el ministro de Sanidad, Hugo de Jonge. Los motivos fueron, según las autoridades, “penosas”, “conspirativas” y por la “defensa de su libertad”. Los jóvenes también convocaron, a través de las redes sociales, a protestar haciendo fiestas clandestinas. En Copenhague, capital danesa, la situación fue parecida: hubo cinco arrestos y, en Madrid, miles de personas denunciaron el “engaño” de un virus que “no existe”.
Asombroso: en educación, los Países Bajos se ubican arriba de la media de las naciones que integran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Las mejores universidades están en Europa y en Estados Unidos (EE. UU.), justamente donde más éxito han tenido los movimientos que se oponen a la vacunación. Las razones: sus protagonistas afirman que las inoculaciones intentan modificar el genoma humano, “silenciarlo” y aun, extinguir a la especie humana. Las teorías conspirativas difunden incluso, que el Covid-19 surgió como consecuencia de las antenas instaladas para expandir la tecnología 5G, que emiten ondas electromagnéticas causantes de todo tipo de enfermedades.
También acusan a las vacunas de causar autismo infantil. Estas creencias han provocado que los gobiernos de varias naciones tengan grandes dificultades para disciplinar a su población y “domar” la famosa curva de contagios. Esto contrasta con lo que sucede en naciones asiáticas (sobre todo en Vietnam y China), donde estos ciudadanos serían vistos como supersticiosos ciegos, crédulos, acríticos y carentes de capacidad reflexiva hacia lo que leen, ven u oyen en las redes sociales, a las que consideran como una fuente de verdad. Ahora bien, consideremos que la tendencia de estos grupos –significativos, aunque minoritarios– tienen una estrecha relación con posturas de derecha o extrema derecha, que tienen abierta preferencia hacia la educación religiosa y una posición contraria a los avances científicos.
De esto pueden extraerse dos conclusiones. La primera es que, a mi juicio, la educación en Occidente no se imparte con apego científico y, por lo mismo, no genera un razonamiento científico. Es como si entendiéramos que el conocimiento científico se restringe al campo de la tecnología y a los laboratorios, y no es una vocación de vida; la lógica se termina en las aulas y es opcional en la vida cotidiana. El doctor Abel Pérez Zamorano, investigador y economista, explicó una vez: “Poco se piensa en su papel orientador sobre la forma de pensar y de conducirse de todas las personas; en el poder de una cosmovisión científica, realista y objetiva; en el conocimiento riguroso que permite entender los fenómenos de nuestra vida misma y de la realidad circundante”; es decir, un espíritu que impacte profundamente en la vida de los hombres. Ahora bien: es posible que ese conocimiento científico ultraespecializado quede restringido a un número reducido y no sea masivo. Al grueso de la población no se le ofrece una opción científica más rigurosa. Una encuesta del Centro de Innovación para Estados Unidos de la Lechería encontró que el siete por ciento de los adultos estadounidenses –aproximadamente 17 millones de personas– no saben que la leche con chocolate está hecha de leche, cacao y azúcar, y piensan que ésta proviene de vacas color café. La organización encuestó a mil adultos en los 50 estados de la Unión Americana sobre el uso y conocimiento de los productos lácteos. El 48 por ciento de ellos tampoco sabía cómo se hace la leche con chocolate. ¿Una población con esta condición puede ser crítica ante la información que lee en las redes sociales?
Una segunda conclusión sugiere que el perfil del hombre occidental propende al individualismo y asume una actitud negativa frente a lo colectivo. Un espíritu que prioriza absolutamente el cuidado personal, incluso en detrimento de los demás, se ve impulsado a luchar contra el confinamiento porque cree que éste transgrede su vida personal. La filosofía del hombre común en tiempos del neoliberalismo lo ha obligado (por la carencia de empleo y oportunidades y el fomento del consumismo estéril y codicioso) a ser poco colaborador. Así, pues, vemos cómo una economía y un Estado con vocación profundamente social no solo mejorarían la vida del hombre en términos materiales, sino que lo posicionarían para liberarlo del oscurantismo y del egoísmo vil.
Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl
Columnista