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Cruzando el mar en balsas improvisadas o en frágiles barcazas, arriban a Europa oleadas de migrantes ilegales, provenientes de África, o desde los Balcanes cruzando el Adriático; de América Latina se desplazan millones de personas también hacia los países ricos; de México, cada año, más de 400 mil personas cruzan la frontera con Estados Unidos. Se trata de verdaderos ríos humanos que fluyen en busca de sustento desde las regiones pobres hacia las prósperas. Un caso paradigmático fue Irlanda, país que se despobló, pasando de ocho millones de habitantes en 1845 a 3.8 millones en la actualidad, por la hambruna de aquel año y por la emigración; en total, 25 millones de europeos emigraron a Estados Unidos durante el último cuarto del siglo XIX (Norman Davies, Europe: A History: 782).
Durante el periodo colonial, la migración fue forzada, a través de la trata de esclavos, que en México vendrían a suplir la diezmada fuerza de trabajo de los indios en las minas y las plantaciones cañeras. En total, 11 millones de personas fueron capturadas en África y trasladadas a América (Paul Cloke et al., Introducing to Human Geographies, London: 289). La forma ha cambiado; ahora el desplazamiento es “voluntario”, pero la esencia es la misma.
La migración obedece, de una parte, a que la mano de obra abunda en algunas regiones y escasea en otras, por lo que se hace necesario resolver ese desbalance geográfico moviéndola al lugar de emplazamiento de la industria; esto por el lado de la demanda de trabajo. En términos cualitativos, los migrantes, sobre todo ilegales, cubren empleos inferiores y mal pagados, sin reconocer las habilidades laborales adquiridas en sus países de origen. Además, su contratación es, por ilegal, desventajosa, pues carecen de los derechos que tienen los trabajadores nativos y por ello son víctimas de una explotación más rapaz.
La otra razón, por el lado de la oferta, es la división internacional del trabajo, que divide al mundo en países (o regiones) ricos y pobres y por pequeña que sea la diferencia, provoca movimiento migratorio: por ejemplo, de España a Inglaterra; de Centroamérica a México o de Bolivia a Argentina. Igual ocurre con la migración rural-urbana. Ciertamente, influyen también los desastres ecológicos así como factores políticos o religiosos, nacionales o tribales, pero incluso en esos casos influyen las asimetrías en la distribución de la riqueza. En lo fundamental, pues, se trata de un hecho esencialmente económico.
Europa Occidental es un ejemplo muy ilustrativo, pues su población ha envejecido y cada vez son proporcionalmente menos los jóvenes que deben sostener el aparato productivo. La llegada de migrantes juega un papel fundamental en esas circunstancias. En el año 2000 entraron más de 820 mil: 100 mil más que en el año anterior, y según datos del periódico español El País, en los próximos 40 años se requerirán unos 44 millones de inmigrantes para garantizar la producción y sostener el sistema de pensiones.
Sin embargo, aunque los migrantes son necesarios, hay periodos en que sufren un franco rechazo, como en nuestros días el de los Minuteman, claramente apoyados por el gobierno americano. La razón es que se les requiere, pero en ciertas cantidades, que varían de un periodo a otro y tienen que ajustarse a las necesidades; así ocurrió en 1942, cuando se aplicó el Programa Bracero para cubrir el faltante de mano de obra provocado por la guerra; terminado el periodo crítico se repatriaría, en 1964, a los casi cinco millones de trabadores agrícolas mexicanos. Hoy, en cambio, les sobran trabajadores y por eso endurecen su política migratoria y tratan de cerrar las fronteras.
La pregunta es si con muros, perros o balas se detendrá a quienes van arrastrados por la necesidad; parece que no, pues mientras de un lado haya hambre y del otro alimento, no habrá poder humano capaz de detener esa ola humana que crece constantemente. La disyuntiva para los pobres es dura: o morir balaceados o deshidratados en la frontera, o de hambre en sus rancherías. El asunto es de elemental sobrevivencia.
Para los gobiernos de los países de origen, la migración reditúa, sin embargo, algunos beneficios. Es una válvula de escape político que permite manejar el desempleo tremendo que se generaría si todos los migrantes permanecieran en el país; y si las remesas no atenuaran las necesidades de las familias, la inconformidad política habría alcanzado ya niveles igualmente insostenibles. Por eso conviene a los gobernantes de países pobres.
Pero su costo es enorme, pues nos humilla, al depender de los empleos conseguidos en otros países, en lugar de desarrollar nuestra economía; destruye la identidad cultural y nos asimila paulatinamente a la cultura del país dominante al cual se admira e imita. Así, a cambio de los dólares, pagamos un alto costo social y político, de incalculables consecuencias en el mediano plazo, y se arriesga la propia viabilidad de la nación.
En lo que hace a la solución, el problema no se resuelve con la colección de frivolidades que sugiere el gobierno, como dotar a los migrantes con un botiquín de primeros auxilios para cruzar el desierto, o brigadas de apoyo y orientación, con desplantes patrioteros para la prensa, con oficinas de atención al migrante, o postular a alguno de ellos como candidato a alcalde. Debe lograrse la equidad distributiva, en los niveles individual, regional e internacional; terminar con la injusta división mundial del trabajo, que condena a unos países a proveer de materias primas con poco valor agregado, a las naciones productoras de bienes manufactureros que emplean tecnología avanzada, lo que provoca, como decía Raúl Prebisch, el deterioro en los términos del intercambio. Mientras subsistan las diferencias de bienestar entre naciones, existirán las corrientes migratorias.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.