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Ernesto Noboa y Caamaño
En 1922 publica Romanza de las obras, su primer poemario, abordando sus propios problemas existenciales.
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Nació el 11 de agosto de 1889 en Guayaquil, Ecuador. Procedía de una familia noble establecida en la capital ecuatoriana; comenzó, a temprana edad, a escribir y publicar poesía en periódicos locales como El Telégrafo. Entró a los círculos literarios de su país, desarrolló una fascinación por los “poetas malditos” de Francia y viajó prontamente a Europa. A su regreso, continuó su labor poética imitando el estilo de Darío, Verlaine, Poe y Juan Ramón Jiménez. En 1922 publica Romanza de las obras, su primer poemario, abordando sus propios problemas existenciales, el libro tuvo un gran éxito y se le declaró representante del modernismo en su país. Sin embargo, nunca pudo superar sus adicciones y nerviosismo, y acabó suicidándose el siete de diciembre de 1927, mientras trabajaba en su segundo poemario La sombra de las alas.

Su trágica muerte y la temática de sus poemas lo clasificaron póstumamente en la Generación decapitada de la que también forman parte Medardo Ángel Silva, Arturo Borja y Humberto Fierro. 

 

Brisa de otoño

Vamos los dos a olvidarnos;

no sirven nuestros amores, mira,

¡vamos a arrancamos

del corazón nuestras flores!

Juan R. Jiménez

 

I

El silencio... la luna en el agua

de la fuente... tu voz... y la queja

que mi vida romántica fragua

contemplando el amor que se aleja...

 

Tu pupila nostálgica y vaga

se ha perdido en la azul lontananza

donde, pálida y triste, se apaga

una estrella... como una esperanza...

 

¡Recordemos el tiempo lejano!

–nuestra breve y azul primavera–

el antiguo calor de tu mano

¡y el lugar de la cita primera!

 

Fue en el viejo jardín; todo olores,

una tarde callada y sombría;

tú cortabas piadosa unas flores

para el ara lustral de María…

 

¿Por qué se arma de espinas la rosa?

...En tu brazo brotaron claveles,

y mi boca probó temblorosa

de esa sangre preciada las mieles...

 

... Fue un amor de divinos excesos,

ese amor que los males ensalma

con el suave calor de los besos

que florecen de estrellas el alma.

 

Contemplaron las frondas mis ansias

y la sombra veló tus pudores,

y el azahar te cubrió de fragancias

con el manto nupcial de sus flores.

 

Y era todo calor y ruido,

y era todo perfume y canción,

¡era todo sendero florido

en el campo de mi corazón!

 

II

¿Por qué tienen los besos espinas?

¿Por qué ocultan ponzoña las flores,

y el veneno las bocas divinas

y la hiel los más dulces amores?

 

¡Ya tu pecho mi ardor no provoca,

ni me incita tu labio sedeño,

ya no aroma el clavel de tu boca,

ni tus cantos arrullan mi ensueño!

 

Nuestros labios se juntan con frío,

nuestros ojos se miran con pena;

se ha tornado tu acento sombrío

y mi voz con tristeza resuena.

 

Nuestro beso es un beso de olvido...

y este amor con la muerte se aúna

como un rayo de sol diluido

en un triste reflejo de luna...

 

Ya en el cielo se borran matices,

ya la luna se va marchitando,

y me miras... y nada me dices...

y te miro... y me alejo llorando...

 

Para la angustia de las horas

                               A mi madre.

 

Para calmar las horas graves

del calvario del corazón

tengo tus tristes manos suaves

que se posan como dos aves

sobre la cruz de mi aflicción.

 

Para aliviar las horas tristes

de mi callada soledad

me basta... ¡saber que tú existes!

y me acompañas y me asistes

y me infundes serenidad.

 

Cuando el áspid del hastío me roe,

tengo unos libros que son en

las horas cruentas mirra, aloe,

de mi alma débil el sostén:

Heine, Samain, Laforgue, Poe

y, sobre todo, ¡mi Verlaine!

 

Y así mi vida se desliza

–sin objeto ni orientación–

doliente, callada, sumisa,

con una triste resignación,

 

entre un suspiro, una sonrisa,

alguna ternura imprecisa

y algún verdadero dolor…

Ego Sum

Amo todo lo extraño, amo todo lo exótico;

lo equívoco y morboso, lo falso y lo anormal:

tan solo calmar pueden mis nervios de neurótico

la ampolla de morfina y el frasco de cloral.

 

Amo las cosas mustias, aquel tinte clorótico

de hampones y rameras, pasto del hospital.

En mi cerebro enfermo, sensitivo y caótico,

como araña poeana, teje su red el mal.

 

No importa que los otros me huyan. El aislamiento

es propicio a que nazca la flor del sentimiento:

el nardo del ensueño brota en la soledad.

 

No importa que me nieguen los aplausos humanos

si me embriaga la música de los astros lejanos

y el batir de mis alas sobre la realidad.

 

5 a. m.

Gentes madrugadoras que van a misa de alba

y gentes trasnochadas, en ronda pintoresca,

por la calle que alumbra la luz rosada y malva

de la luna que asoma su cara truhanesca.

 

Desfila entremezclada la piedad con el vicio,

pañolones polícromos y mantos en desgarre,

rostros de manicomio, de lupanar y hospicio,

siniestras cataduras de sabbat y aquelarre.

 

Corre una vieja enjuta que ya pierde la misa,

y junto a una ramera de pintada sonrisa,

cruza algún calavera de jarana y tramoya...

 

Y sueño ante aquel cuadro que estoy en un museo,

y en caracteres de oro, al pie del marco, leo:

Dibujó este «Capricho» don Francisco de Goya.

 

Hastío

Vivir de lo pasado por desprecio al presente,

mirar hacia el futuro con un hondo terror,

sentirse envenenado, sentirse indiferente,

ante el mal de la Vida y ante el bien del Amor.

 

Ir haciendo caminos sobre un yermo de abrojos

mordidos sobre el áspid de la desilusión,

con la sed en los labios, la fatiga en los ojos

y una espina dorada dentro del corazón.

 

Y por calmar el peso de esta existencia extraña,

buscar en el olvido consolación final,

aturdirse, embriagarse con inaudita saña,

 

con ardor invencible, con ceguera fatal,

bebiendo las piedades del dorado champaña

y aspirando el veneno de las flores del mal.


Escrito por Redacción


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