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Una de las estrategias más efectivas de los gobiernos totalitarios para combatir a la oposición y afianzarse en el poder, es la fabricación de un enemigo común mediante la construcción virtual de la maldad encarnada en una idea o un objeto al que debe señalarse y perseguirse ante la opinión pública. Esto se advirtió, por ejemplo, en los regímenes fascistas de España, Italia y Alemania, o en los gobiernos de tendencia “liberal”, como el de Estados Unidos (EE. UU.), que durante la Guerra Fría organizó las célebres “cacerías de brujas”.
Los blancos principales de esta política han sido generalmente los comunistas y el terror ha servido para perpetrar las más grandes calamidades de los gobiernos imperialistas. Basta recordar la frase lapidaria y pirómana del exsecretario de Estado de EE. UU., Henry Kissinger, que cito solo de memoria: “no podemos dejar que los pueblos, por su irresponsabilidad, conduzcan a América Latina hacia el comunismo”. El contexto en el que dicho personaje espetó esta sentencia es aún más revelador: los militares acababan de dar un golpe de Estado en Chile para derrocar al presidente socialista Salvador Allende.
Podríamos enumerar muchos otros ejemplos, pero resultaría demasiado ocioso. Baste recordar que una vez que el comunismo cedió y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) se disgregó, para el imperialismo cambió el enemigo “global”: ahora el Islam sirvió para justificar las invasiones de EE. UU. y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en el Medio Oriente, así como las acciones desestabilizadoras contra liderazgos políticos de otras regiones. Así es como ocurrió el intervencionismo yanqui en Libia, Egipto, Siria, Irán, etcétera.
En nuestro país, la demonización del enemigo ha sido igualmente efectiva, como se evidenció en la década de 1970, cuando el Estado emprendió una guerra sucia para combatir a las fracciones radicales del izquierdismo mexicano. El ejército y toda la fuerza pública se empleó para terminar con los focos guerrilleros de la época. En una lucha francamente desigual, pero bien pertrechada con el aparato mediático, se persiguió, torturó, asesinó y desapareció a los rebeldes que estaban inconformes con el estado de cosas. Y lo que resulta aún más aterrador fue que buena parte de la opinión pública defendió la represión militar.
Con el ascenso del sedicente izquierdismo a la cúpula gubernamental de nuestro país, ese fenómeno se ha perfeccionado; su estrategia de demonización se orienta ahora hacia un sector de la sociedad. El enemigo público número uno son hoy las organizaciones sociales. La hipótesis principal del cambio en esta estrategia es que el nuevo titular del Ejecutivo federal tiene la preocupación de verse eclipsado por la actividad de las organizaciones populares. Ante sus compromisos de campaña, el Presidente, aún sin tomar posesión, teme que las organizaciones sociales que desde hace tiempo luchan de forma autónoma por el mejoramiento de las condiciones de vida de las clases sociales más desfavorecidas por el modelo económico, empañen o sirvan de contrapeso a su figura mediática. Esto resultaría, según nuestra hipótesis, una afrenta para los cabecillas de la “Cuarta Transformación”.
La diana ya ha sido colocada en la frente del enemigo. Y el enemigo es el Movimiento Antorchista Nacional (MAN): una organización social que en el curso de sus más de 40 años de lucha en defensa de los pobres ha sido el chivo expiatorio con el que algunos grupos en el poder han intentado encubrir sus acciones criminales. Recordemos el famoso “ahí vienen los antorchistas”.
En el pasado el PRI, el PAN y el PRD han usado el nombre de Antorcha Campesina para tender cortinas de humo, pero ahora Morena se ha quitado el velo. Los medios de comunicación afines a este neófito partido político, violando el código deontológico del periodismo, usan el recurso truculento de aventar la piedra y esconder la mano.
A riesgo de sonar “conspiranoico”, esta alarma no es negligente ni amarillista. De un tiempo a esta parte, sobre todo después de que el sistema electoral lo reconoció como ganador de la contienda presidencial, en varios de sus mítines, a lo largo y ancho de la República, Andrés Manuel López Obrador ha repetido como mantra eso de “acabar con los intermediarios” o “ni un peso para la antorcha mundial (sic)”. Sin especificar cómo, López Obrador ha repetido a pecho descubierto que las organizaciones sociales deben cejar en su actividad, puesto que el gobierno solucionará todos los problemas del país de forma ejemplar.
¿A qué se refiere con sus advertencias Andrés Manuel? ¿Intentará acabar con la garantía constitucional del derecho a la libre asociación? Si la respuesta es sí, cabe preguntar ¿cómo lo hará? ¿Modificará la constitución mexicana con un congreso a modo, suprimiendo una conquista democrática y popular? ¿O comenzará una campaña de persecución, acoso y confinamiento contra los líderes populares del Movimiento Antorchista Nacional? En cualquier caso, señor Andrés Manuel, Antorcha no es el enemigo a vencer.
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Escrito por Aquiles Celis
Maestro en Historia por la UNAM. Especialista en movimientos estudiantiles y populares y en la historia del comunismo en el México contemporáneo.