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En la obra de Dostoyevski el conflicto de los héroes es interno. Sus personajes tienen una encarnizada lucha contra sí mismos. No es menos dolorosa la lucha del héroe que enfrenta adversidades externas; sus héroes afrontan su inconsistencia interna; el sufrimiento revela lo verdaderamente humano: los claroscuros en las personalidades (léase, El ladrón honrado). Somos irracionales y pugnamos por establecer el “orden” racional, pero éste no se halla; esa lucha es precisamente nuestro espíritu.
Raskolnikov, en Crimen y castigo, se siente pleno cuando ha ideado el asesinato, y el alevoso criminal siente la más sincera de las compasiones por una viuda en bancarrota. Asesina, pero es capaz de sentir amor por una prostituta, porque comprende su destino atroz. Esta aparente incoherencia es la naturaleza misma de los sentimientos: todo impulso engendra su contrario. Lo permanente es la angustia, pues los personajes esperan el final inexorable, viven en la tensión, en tanto llega el esclarecimiento, de un crescendo telúrico.
Dostoyevski tuvo una vida vertiginosa y desazonada. Durante su juventud acude a un círculo socialista que conspira contra el zar y en una reunión cae preso en una redada, luego es condenado a muerte. Vive el dramático indulto que lo libra de la muerte minutos antes de su ejecución; los trabajos forzados lo sumen en una profunda soledad en Siberia y la ludopatía incrementa su precariedad económica por el resto de su vida. El castigo del régimen zarista rompe su espíritu de rebeldía. Aunado a ello, sufre de epilepsia en medio de la dolorosa miseria. La fe es su refugio.
No consideremos su misticismo como conservadurismo pedestre; templado por la fragua de la duda, cree en Cristo: “Yo no creo en Dios como un tonto [fanático] (...) sus estúpidas naturalezas no podían imaginar una negación tan intensa como la que yo he vivido”. En El inquisidor podemos descubrir las discusiones consigo mismo. Dostoyevski se aleja del racionalismo de Occidente y reafirma su nacionalismo ruso. Y, en cierto modo, podemos leer en este chovinismo una crítica a la modernidad y al racionalismo burgueses. Georgy Lukács lo interpreta así:
Sus héroes están desgarrados porque están dominados por la bondad, no son racionales. Personajes con una bonhomía espontánea: Aliosha (Los hermanos Karamazov) o El príncipe idiota; y, paradójicamente, esta cualidad es la razón de su sufrimiento. En su primera novela, Pobres gentes, hallamos la exaltación de la renuncia de sí mismo; y este imperativo moral trasciende la racionalidad; un personaje de Los hermanos, dice: “Amar la vida, dejando a un lado la lógica (...) y solo entonces alcanzaremos a comprender su significado”.
Sus personajes son intelectuales, pero viven como la masa miserable. Dostoyevski aseguró que no iba a tomar partido por ninguna clase, pero evidencia el distanciamiento del intelectual con el pueblo. En su obra existe una plena democracia espiritual: los pobres y los ricos padecen los mismos problemas morales. No obstante, resalta su exquisita predilección por los apátridas, los déclassés; en su expresión naturalista es el primero que interioriza a los actores de la realidad urbana: alcohólicos, burócratas, prostitutas, enfermos miserables, etc.; hace sucumbir los estigmas de clase: todos somos iguales ante el infierno interno.
Dostoyevski desciende hasta el fondo de las emociones, llevando al naturalismo hasta sus últimas consecuencias, permitiendo que penetre en la realidad de la consciencia. Deshilacha las vivencias a fuerza de repensarlas incesantemente; desciende al pozo de los deseos reprimidos, el inconsciente.
Los personajes son, literalmente, apasionados por el pensamiento; luchan con desesperación por sus propias ideas (inmorales, cuestionables, atípicas) como lo hacen los personajes de las novelas caballerescas. Cuando Xavier Villaurrutia prologa una antología de Ramón López Velarde a la que nombra El león y la virgen, asegura que la poesía de Velarde es un torbellino de dos extremos: el erotismo y el misticismo. Con Dostoyevski ocurre algo similar; ello nos recuerda que la literatura, si es verdadera, puede estremecer nuestra propia existencia. Dostoyevski nos enseña que hallar un sentido a la vida nunca resulta una empresa sencilla.
Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl
Columnista