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La sensibilidad de Rodrigo Caro (Utrera, Sevilla, 1573–1647) arqueólogo y poeta por vocación, sucumbió ante la majestuosa decadencia de los vestigios de Itálica, antigua colonia romana de los tiempos de Escipión el Africano, cuyas ruinas, en las cercanías de Sevilla, inspiraron su más famoso poema, atribuido durante más de dos siglos al sevillano Francisco de Rioja. La búsqueda de la perfección formal, sello de su tiempo, se evidencian con la existencia de al menos cinco versiones del mismo poema.
Seis estrofas, de 17 versos cada una, componen este poema, en el que Rodrigo Caro reflexiona en torno a la gloria efímera de los imperios, otrora vencedores, a la inevitable obra destructora del tiempo, que se encarga de abatir los monumentos y palacios más sólidos y bellamente construidos; la vegetación y los animales silvestres invaden cada grieta de los sitios donde antes gozaron y reinaron los poderosos y muchos hombres sirvieron a sus placeres; la fama y el poder son apenas, en el poema, una sombra, un eco del pasado; y su grandeza muerta un ejemplo para las generaciones presentes y futuras.
I
Estos, Fabio ¡ay dolor! que ves ahora
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa;
aquí de Cipión la vencedora
colonia fue; por tierra derribado
yace el temido honor de la espantosa
muralla, y lastimosa
reliquia es solamente
de su invencible gente.
Solo quedan memorias funerales
donde erraron ya sombras de alto ejemplo;
este llano fue plaza, allí fue templo;
de todo apenas quedan las señales.
Del gimnasio y las termas regaladas
leves vuelan cenizas desdichadas;
las torres que desprecio al aire fueron
a su gran pesadumbre se rindieron.
II
Este despedazado anfiteatro,
impío honor de los dioses, cuya afrenta
publica el amarillo jaramago,
ya reducido a trágico teatro,
¡oh fábula del tiempo!, representa
cuánta fue su grandeza y es su estrago.
¿Cómo en el cerco vago
de su desierta arena
el gran pueblo no suena?
¿Dónde, pues fieras hay, está el desnudo
luchador? ¿Dónde está el atleta fuerte?
Todo despareció, cambió la suerte
voces alegres en silencio mudo;
mas aun el tiempo da en estos despojos
espectáculos fieros a los ojos,
y miran tan confuso lo presente
que voces de dolor el alma siente.
III
Aquí nació aquel rayo de la guerra,
gran padre de la patria, honor de España,
Pío, felice, triunfador Trajano,
ante quien muda se postró la tierra
que ve del sol la cuna y la que baña
el mar, también vencido, gaditano.
Aquí de Elio Adriano,
de Teodosio divino,
de Silio peregrino
rodaron de marfil y oro las cunas.
Aquí ya de laurel, ya de jazmines
coronados los vieron los jardines,
que ahora son zarzales y lagunas.
La casa para el césar fabricada
¡ay! yace de lagartos vil morada;
casas, jardines, césares murieron,
y aun las piedras que de ellos se escribieron.
IV
Fabio, si tú no lloras, pon atenta
la vista en luengas calles destruidas;
mira mármoles y arcos destrozados,
mira estatuas soberbias que violenta
Némesis derribó, yacer tendidas,
y ya en alto silencio sepultados
sus dueños celebrados.
Así a Troya figuro,
así a su antiguo muro,
y a ti, Roma, a quien queda el nombre apenas,
¡oh patria de los dioses y los reyes!
Y a ti, a quien no valieron justas leyes,
fábrica de Minerva, sabia Atenas,
emulación ayer de las edades,
hoy cenizas, hoy vastas soledades,
que no os respetó el hado, no la muerte,
¡ay! ni por sabia a ti, ni a ti por fuerte.
V
Mas ¿para qué la mente se derrama
en buscar al dolor nuevo argumento?
Basta ejemplo menor, basta el presente,
que aún se ve el humo aquí, se ve la llama,
aún se oyen llantos hoy, hoy ronco acento:
tal genio o religión fuerza la mente
de la vecina gente,
que refiere admirada
que en la noche callada
una voz triste se oye que, llorando
cayó Itálica dice, y lastimosa,
Eco reclama Itálica en la hojosa
selva que se le opone, resonando
Itálica, y al claro nombre oído
de Itálica, renuevan el gemido
mil sombras nobles de su gran ruina:
¡Tanto aún la plebe a sentimiento inclina!
VI
Esta corta piedad que, agradecido
huésped, a tus sagrados manes debo,
les dó y consagro, Itálica famosa.
Tú, si lloroso don han admitido
las ingratas cenizas, de que llevo
dulce noticia asaz, si lastimosa,
permíteme, piadosa
usura a tierno llanto,
que vea el cuerpo santo
de Geroncio, tu mártir y prelado.
Muestra de su sepulcro algunas señas,
y cavaré con lágrimas las peñas
que ocultan su sarcófago sagrado;
pero mal pido el único consuelo
de todo el bien que airado quitó el cielo.
Goza en las tuyas sus reliquias bellas
para envidia del mundo y sus estrellas.
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.