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He leído con atención la opinión del columnista del periódico El Financiero y líder empresarial Simón Levy en un texto que tituló La trampa del ingreso; coincido en general con sus planteamientos, pero difiero en algunas cuestiones de fondo. Está en lo correcto cuando refiere que, durante años, cuando los trabajadores fueron jóvenes, “dieron su vida a sus empresas; sus mejores años a sus empleos. Nunca pudieron ganar un salario remunerador. La desigualdad se hizo enorme. Hoy, la burbuja está a punto de explotar y el mercado ya no genera oportunidades”. Sí, diversos organismos internacionales como Comité de Oxford de Ayuda contra el Hambre (OXFAM, en inglés) han denunciado que la brecha de la desigualdad es cada vez más grande. El mundo ya era desigual, pero la pandemia aumentó la anarquía y el descontento en todas partes. México no es la excepción, la riqueza nacional se concentra en pocas manos. Es curioso escuchar a empresarios amigos del Presidente, como Carlos Slim Helú y Ricardo Salinas Pliego, quienes atribuyen su riqueza a su espíritu emprendedor y habilidad para los negocios, pero ven a la desigualdad como el estado natural de las cosas, actitud en la que les falta la honestidad de Levy cuando reconoce que los trabajadores “nunca pudieron ganar un salario remunerador”.
En México, las grandes empresas trasnacionales se sienten cobijadas porque los salarios que pagan son miserables y las jornadas de trabajo extenuantes. Los trabajadores no tienen hacia donde hacerse y deben aceptar sin chistar las condiciones que les imponen, ya que detrás de ellos hay millones de desempleados que están en espera de una oportunidad de trabajo, que aceptan por un ingreso miserable y los encadena a la pobreza. Pero, tal como Levy reconoce, la clase empresarial debería estar preocupada porque efectivamente existen indicios de que la economía se encuentra en una burbuja a punto de explotar; por cuestiones de supervivencia clasista, los empresarios deberían mejorar de inmediato el nivel de vida de sus empleados.
Sigue el columnista: “Entonces por varias razones, el Estado compite con el empresario para ver quién entrega más, cuando tendrían que colaborar. Lo peligroso de esta trampa es el modo artificial en que se mantiene una economía que genera consumo, pero que no crea productividad y por ende crecimiento económico”. No, señor Levy, aquí no hay una competencia entre el Estado y el empresario por ver quién entrega más, sino todo lo contrario: es por ver quién entrega menos. Aun cuando el Presidente vocifera a diestra y siniestra que hoy como nunca los apoyos económicos que su gobierno entrega a través de los programas asistencialistas benefician a los hogares más pobres, en realidad éstos reciben casi los mismos beneficios sociales que los más ricos, según el análisis de una Encuesta de Ingreso y Gasto de los Hogares realizada en 2020 por el Instituto de Estudios sobre Desigualdad (Indesig).
En ese año, los programas sociales beneficiaban al 35 por ciento de los hogares más pobres, pero en 2016 llegaban al 61 por ciento de las familias. Es decir, el Gobierno Federal hoy entrega menos recursos a los hogares vulnerables; y este hecho, sumado a la falta de una estrategia para el crecimiento económico, ha provocado que ahora haya cuatro millones de nuevos pobres. Además, el empresariado mexicano, y hay que destacar esto, finca sus grandes ganancias en el pago de salarios de hambre a los trabajadores; los impuestos que paga son laxos y la mayoría de ellos los evita. En síntesis: tanto empresarios como gobierno sostienen la política de que cuanto menos dinero des a los pobres, mejor.
Por último: es correcto el llamado que Levy hace a gobierno y empresarios a colaborar, pero esta colaboración debe resarcir el daño histórico que ambos han hecho a la clase trabajadora; y pueden hacerlo mejorando del aparato productivo nacional, debido a que éste ya no puede financiar una estructura económica en la que el 97 por ciento de los negocios son micro, pequeños y medianos, donde los propietarios carecen de los medios para mejorar la suerte de los trabajadores. Por otra parte, la clase trabajadora no puede seguir con la esperanza de que, el día menos pensado, caiga una migaja del plato de los ricos. Si algo enseña la historia, es que la misma clase trabajadores debe cambiar su suerte. ¡Y hoy qué falta nos hace que despierte su conciencia revolucionaria!
Escrito por Capitán Nemo
COLUMNISTA