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Nació en Metapa, Nicaragua, hoy Ciudad Darío, el 18 de enero de 1867 y murió en León, Nicaragua, el seis de febrero de 1916. El verdadero nombre de este altísimo poeta de América era Félix Rubén García Sarmiento. Estudió con los jesuitas en el Instituto Nacional. Tuvo un empleo en la Biblioteca Nacional y a muy temprana edad comenzó a viajar. En 1886 estuvo en Chile; en 1890 en El Salvador, donde contrajo matrimonio, pasando temporadas, a continuación en Guatemala y Costa Rica. En el cuarto centenario del descubrimiento de América va por primera vez a España como delegado a las fiestas, y empieza a relacionarse con los mejores literatos de la península. A su regreso es nombrado cónsul de Colombia en Buenos Aires, adonde llega después de pasar por Nueva York y París, estrechando amistades con eminentes literatos como Verlaine. Regresa en el 98 a España, como enviado de La Nación. De 1900 a 1906 radica en París, desde donde realiza esporádicos viajes a Italia, Bélgica, Austria y Alemania. Asiste en Brasil a la Conferencia Panamericana de Río. En 1908 es nombrado ministro de su país en España. En 1910, centenario de la Independencia, se encuentra en México; aquí conoce la noticia de su destitución. Retorna a París, viaja por Europa y la América Latina, Mallorca, Barcelona, Nueva York, Guatemala y regresa a su patria con la salud quebrantada, para morir a los cuarenta y nueve años. Entre sus obras poéticas destacan Rimas (1888), Azul (1888), Prosas Profanas (1896) y Cantos de vida y esperanza (1905). Rubén Darío, el príncipe del modernismo, es un artista del color, del ritmo, de la opulencia; dueño de una técnica admirable y omnímoda. Asimilador de innumerables corrientes y tendencias, ha ejercido una influencia decisiva en la poesía de habla española, de la que es una de las más altas cimas.
Canto de la sangre
A Miguel Estrada
Sangre de Abel. Clarín de las batallas
luchas fraternales; estruendos, horrores;
flotan las banderas, hieren las metrallas,
y visten la púrpura los emperadores.
Sangre del Cristo. El órgano sonoro.
La viña celeste da el celeste vino;
y en el labio sacro del cáliz de oro
las almas se abrevan del vino divino.
Sangre de los martirios. El salterio.
Hogueras; leones, palmas vencedoras;
los heraldos rojos con que del misterio
vienen precedidas las grandes auroras.
Sangre que vierte el cazador. El cuerno.
Furias escarlatas y rojos destinos
forjan en las fraguas del obscuro Infierno
las fatales armas de los asesinos.
¡Oh sangre de las vírgenes! La lira.
Encanto de abejas y de mariposas.
La estrella de Venus desde el cielo mira
el purpúreo triunfo de las reinas rosas.
Sangre que la Ley vierte.
Tambor a la sordina.
Brotan las adelfas que riega la Muerte
y el rojo cometa que anuncia la ruina.
Sangre de los suicidas. Organillo.
Fanfarrias macabras, responsos corales,
con que de Saturno celébrase el brillo
en los manicomios y en los hospitales.
Margarita
In memoriam...
¿Recuerdas que querías ser una Margarita
Gautier? Fijo en mi mente tu extraño rostro está,
cuando cenamos juntos, en la primera cita,
en una noche alegre que nunca volverá.
Tus labios escarlatas de púrpura maldita
sorbían el champaña del fino baccarat;
tus dedos deshojaban la blanca margarita,
“Sí... no... sí... no...” ¡y sabías que te adoraba ya!
Después, ¡oh flor de Histeria!, llorabas y reías;
tus besos y tus lágrimas tuve en mi boca yo;
tus risas, tus fragancias, tus quejas, eran mías.
Y en una tarde triste de los más dulces días,
la Muerte, la celosa, por ver si me querías,
¡como a una margarita de amor, te deshojó!
La página blanca
A A. Lamberti
Mis ojos miraban en hora de ensueños
la página blanca.
Y vino el desfile de ensueños y sombras
y fueron mujeres de rostros de estatua,
mujeres de rostros de estatua de mármol,
¡tan tristes, tan dulces, tan suaves, tan pálidas!
Y fueron visiones de extraños poemas,
de extraños poemas de besos y lágrimas,
de historias que dejan en crueles instantes
¡las testas viriles cubiertas de canas!
¡Qué cascos de nieve que pone la suerte!
¡Qué arrugas precoces cincela en la cara!
¡Y cómo se quiere que vayan ligeros
los tardos camellos de la caravana!
Los tardos camellos,
–como las figuras en un panorama–,
cual si fuesen un desierto de hielo,
atraviesan la página blanca.
Éste lleva
una carga
de dolores y angustias antiguas,
angustias de pueblos, dolores de razas;
¡dolores y angustias que sufren los Cristos
que vienen al mundo de víctimas trágicas!
Otro lleva
en la espalda
el cofre de ensueños, de perlas y oro,
que conduce la Reina de Saba.
Otro lleva
una caja
en que va, dolorosa difunta,
como un muerto lirio la pobre Esperanza.
Y camina sobre un dromedario
la Pálida,
la vestida de ropas obscuras,
la Reina invencible, la bella inviolada:
la Muerte.
Y el hombre,
a quien duras visiones asaltan,
el que encuentra en los astros del cielo
prodigios que abruman y signos que espantan,
Mira al dromedario
de la caravana
como al mensajero que la luz conduce,
¡En el vago desierto que forma
la página blanca!
Del campo
¡Pradera, feliz día! Del regio Buenos Aires
quedaron allá lejos el fuego y el hervor;
hoy en tu verde triunfo tendrán mis sueños vida,
respiraré tu aliento, me bañaré en tu sol.
Muy buenos días, huerto. Saludo la frescura
que brota de las ramas de tu durazno en flor;
formada de rosales tu calle de Florida
mira pasar la Gloria, la Banca y el Sport.
Un pájaro poeta, rumia en su buche versos;
chismoso y petulante, charlando va un gorrión;
las plantas trepadoras conversan de política;
las rosas y los lirios, del arte y del amor.
Rigiendo su cuadriga de mágicas libélulas,
de sueños millonario, pasa el travieso Puck;
y, espléndida sportwoman, en su celeste carro,
la emperatriz Titania seguida de Oberón.
De noche, cuando muestra su medio anillo de oro,
bajo el azul tranquilo, la amada de Pierrot,
es una fiesta pálida la que en el huerto reina,
toca en la lira el aire su Do-Re-Mi-Fa-Sol.
Curiosas las violetas a su balcón se asoman.
Y una suspira: “¡lástima que falte el ruiseñor!”.
Los silfos acompasan la danza de las brisas
en un walpurgis vago de aroma y de visión.
De pronto se oye el eco del grito de la pampa,
brilla como una puesta del argentino sol;
y un espectral jinete, como una sombra cruza,
sobre su espalda un poncho; sobre su faz, dolor.
–“¿Quién eres, solitario viajero de la noche?”
–Yo soy la Poesía que un tiempo aquí reinó:
“¡Yo soy el postrer gaucho que parte para siempre,
¡De nuestra vieja patria llevando el corazón!”.
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Escrito por Redacción