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A través de milenios, incontables pueblos dejaron testimonio mudo de su paso por el mundo en granito, barro, piedra volcánica, mármol, jade, oro… Desde su invención, los sistemas de escritura registran el pensamiento, los sinsabores, las esperanzas y la historia de los mejores hombres, o de los más poderosos, de cada sociedad. Y la historia del derrumbe de opulentas civilizaciones, guerras de conquista, invasiones y saqueo, siempre contiene descripciones de hermosos objetos decorativos, ricos atuendos, accesorios rituales, máscaras funerarias y recintos sagrados que fueron robados, demolidos o desaparecieron en medio de las llamas.
El pasado mexicano, el esplendor que arrasara la Conquista, a menudo se evoca al contemplar el arte lapidario mesoamericano, jirones rescatados a la rapiña y que se pueden apreciar detrás de una vitrina, con variable éxito, en algunos museos nacionales y del mundo. Como si presagiara la próxima destrucción de un gran imperio, el gran poeta Nezahualcóyotl reflexiona en torno a la fugacidad de la vida y a la fragilidad de todos los objetos de la realidad:
Como una pintura
nos iremos borrando.
Como una flor,
nos iremos secando
aquí sobre la tierra.
Como vestidura de plumaje de ave zacuán,
de la preciosa ave de cuello de hule,
nos iremos acabando…
Esta Tribuna deja Europa y su poesía, que nos ha ocupado largamente y llega a América, obligada por un capítulo más del saqueo de la riqueza cultural mexicana. Los pueblos sometidos siempre han tenido que observar con impotencia como el invasor se lleva sus mujeres y sus hijas; como destruye todo lo que no puede llevarse y junta en una pila bellos y valiosos objetos para fundirlos sin el menor respeto y transportarlos como botín. Pero este despojo continuado por siglos tiene en México su más reciente episodio en la subasta de la casa Millon, de Francia. Los expertos han autentificado las piezas; no hay duda, pertenecen a las culturas olmeca, maya y mexica. Pues bien, ninguna de estas obras de arte navegó por voluntad propia y atravesó el océano para llegar al viejo mundo; es innegable que la famosa subasta no sería posible sin un saqueo continuado que inició con la Conquista y se ha profundizado con el sometimiento moderno de nuestro pueblo, las malas administraciones, la omisión oficial, la incompetencia y la complicidad gubernamentales que permiten el tráfico del patrimonio histórico.
Oro, jades, mantas ricas, / plumajes de quetzal, / todo eso que es precioso, / en nada fue estimado... Así termina uno de los más conocidos iconocuícatl, o cantos tristes de la Conquista, estremecedoras elegías de anónimos autores en lengua náhuatl, conocidos como cuicapicque, y cuyo rescate magistral está contenido en Visión de los vencidos, del recientemente homenajeado Miguel León Portilla.
El siguiente lamento de un pueblo sometido violentamente debería ser argumento suficiente para demostrar que todas las piezas de arte precolombino, actualmente en colecciones privadas o en museos extranjeros, tienen un heredero legítimo, el pueblo mexicano, al que deben ser restituidas, aunque por ahora nos separen de ellas poco más de 25 millones de pesos que la republicana austeridad no destinó a su compra y una economía global, en la que rige el interés de unos cuantos multimillonarios, permitió que se entregaran a manos de particulares.
Se ha perdido el pueblo mexica
El llanto se extiende, las lágrimas gotean allí en Tlatelolco.
Por agua se fueron ya los mexicanos;
semejan mujeres; la huida es general.
¿Adónde vamos?, ¡oh amigos! Luego ¿fue verdad?
Ya abandonan la ciudad de México:
el humo se está levantando; la niebla se está extendiendo...
Con llanto se saludan el Huiznahuácatl Motelhuihtzin,
el Tlailotlácatl Tlacotzin,
el Tlacatecuhtli Oquihtzin…
Llorad, amigos míos,
tened entendido que con estos hechos
hemos perdido la nación mexicana.
¡El agua se ha acedado, se acedó la comida!
Esto es lo que ha hecho el Dador de la vida en Tlatelolco.
Sin recato son llevados Motelhuihtzin y Tlacotzin.
Con cantos se animaban unos a otros en Acachinanco,
ah, cuando fueron a ser puestos a prueba allá en Coyoacan…
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.