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Parásitos denuncia que las ciudades en el mundo se estandarizan en una polaridad social inocultable. Aun las más ajenas, como la surcoreana, una vez dentro del capitalismo, los estilos de vida se occidentalizan: sus gustos, vicios, aspiraciones y, sobre todo, sus padecimientos y frustraciones. Bong Joon-ho, su director, afirma que su propósito era expresar un sentimiento específico de la cultura surcoreana. “Pero luego de proyectar el filme, todas las respuestas de audiencias diferentes eran básicamente las mismas, lo que me hizo comprender que el tema es universal”. “Esencialmente, todos vivimos en el mismo país, llamado capitalismo”.
El filme presenta dos familias, dos clases en una coexistencia obligada, ambas se complementan y se excluyen simultáneamente. El retrato comienza con la desgracia de los Kim: el desempleo y su consecuente precariedad. La lucha constante para salir del “bache” del subempleo; es decir, un laberinto desesperanzador que resulta permanente.
El director procura una imagen diáfana de los espacios y su símbolo; estos parias globalizados viven literalmente abajo, en un cuchitril subterráneo. La luz (la esperanza) de esos tugurios es limitada, además, el realizador muestra tomas para que admiremos su inferioridad; en su panorámica, la suciedad se halla en los umbrales del hogar y en un rincón donde los borrachos orinan (humillan). Sin embargo, Bong Joo, el director, maneja este cuadro deprimente con aguda y jocosa ironía.
La vida de los Kim cambia gracias a que el mayor de los hijos logra, mediante argucias, emplearse como maestro particular en una casa de adinerados. Luego, jugando con el esnobismo de la familia rica, consigue empleo para el resto de su familia.
Es importante destacarlo: busca emplearse con ingenio (trampas). El acierto es presentarlo como si obtener trabajo fuera un motín y la familia una banda de estafadores. Nos entretienen sus planes milimétricos para emplearse como quien roba un banco. Pero no, no es dinero robado, es empleo. Vivian Forester, con su ensayo Horror económico, vuelve a retumbar: la sociedad capitalista genera una masa de desempleados que claman por ser explotados; la posición alta de los privilegiados está, sin embargo, conectada con la desgracia de estos ociosos; luego el desempleo será una constante, incluso en países muy ricos. El buen cine surcoreano desmiente que el neoliberalismo solo deje progreso y riqueza; los barrios pobres que se exhiben en esta cinta representan un duro y realista balde de agua fría.
El contraste es evidente; si los pobres viven casi asfixiándose, los ricos Park, derrochan espacio; la amplia casa tiene un lobby donde abunda la luz. Bong Joo proyecta una familia burguesa con rasgos de candidez que rayan en lo inverosímil. ¿Realmente los ricos son tan ingenuos como para dejarse engañar? Es posible. Sus aspiraciones ridículas por igualarse a la burguesía americana los dejan mal parados. Con todo, no dejan de ufanarse de su posición. El Sr. Park no se cansa de remarcar que, por más que exista cordialidad con la servidumbre, ésta no debe pasarse de la raya.
El ritmo es adecuado para mostrar, sin forzar demasiado la trama, los polos opuestos. Una lluvia en el jardín de los millonarios es pura diversión para el niño mimado de los Park, no así para los Kim, cuyo hogar destroza esa misma llovizna al inundarlo. Mientras la madre adinerada juguetea en medio de su inmenso guardarropa, los marginados pelean por la ropa del albergue donde pasan la noche. Lo estupendo es que el director muestra la fisonomía de esta lucha de clases en un formato de comedia, intriga y suspenso.
Para triunfar (quedarse con el empleo), los Kim tuvieron que desplazar a otros iguales a ellos; pero no por esto les es posible la fraternidad. Aunque los segundos se han acomodado para, literalmente, sobrevivir, los Kim no son piadosos; su pugna conlleva funestas consecuencias. El guion conduce a un desenlace estrepitoso y es que, en toda la proyección, esos cambios bruscos de “temperatura” mantienen el interés. Al más puro estilo de Shakespeare, la coexistencia pacífica se rompe. Lamentamos la suerte de los Kim, pero sin que asumamos, en ningún momento, que ellos sean los buenos, ni los Park los malos; ambos son el resultado de una sociedad que alcanza el progreso al profundizar tal disputa clasista.
Cuando esta catarsis pasa, el joven Kim ríe por efecto del duro golpe que recibió. Ríe sin poder controlarse, aun en la dolorosa desgracia en la que ha caído su familia; parece que la vida moderna es una broma eterna donde los burlados son “los miserables”, a quienes obligan a soñar no solo con salir de la pobreza, sino con ser inmensamente ricos; cuando, en realidad, el sitio que ocupan es fundamental para que existan la ostentación y el despilfarro que desean obtener a toda costa.
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Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl
Columnista