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Nació el 18 de agosto de 1853 en Apayango, Estado de México. Feminista en el Siglo XIX, insumisa, revolucionaria y comprometida con las causas sociales a que asistió en su prolongada existencia, Laura Méndez de Cuenca fue una traductora, académica, periodista, educadora y multidisciplinaria escritora mexiquense; la indiferencia con que se antologa y reseña su obra es un ejemplo del trato desigual que en la literatura –como en tantos otros ámbitos– han recibido siempre las mujeres. Su vida “transcurre desde el último gobierno de Santa Anna, la guerra de Reforma, el Imperio de Maximiliano, la República Restaurada y el Porfiriato hasta la Revolución Mexicana y el gobierno de Álvaro Obregón y Calles, una época de grandes cambios y en donde la sociedad mexicana tardaría en conformarse como nación moderna”, dice de ella el académico Pablo Mora en su ensayo Laura Méndez de Cuenca, escritora mexicana entre Siglos XIX y XX.
Asociado su nombre al del poeta Manuel Acuña, el gran amor de su juventud y quien al suicidarse protagonizara uno de los episodios más sombríos de la historia de la poesía mexicana, a menudo la obra de Laura Méndez ha sido excluida de las antologías, incluyendo algunas elaboradas por respetados académicos, sin tomar en cuenta la perfección formal y el profundo lirismo que vibra en sus poemas.
En Adiós, publicado originalmente el 20 de diciembre de 1903 en El diario del Hogar, periódico opositor al Porfiriato, los críticos han identificado el posible modelo inspirador del famoso Nocturno de Acuña, que el coahuilense resolviera en verso heptasílabo. Si en ambos poemas late el mismo pulso, los versos alejandrinos de Laura Méndez son de aliento poético superior y se elevan sin duda sobre la edípica y hasta el cansancio declamada composición. Falleció en la Ciudad de México, el 1º de noviembre de 1928.
Nieblas
En el alma la queja comprimida
y henchidos corazón y pensamiento
del congojoso tedio de la vida.
Así te espero, humano sufrimiento:
¡Ay! ¡ni cedes, ni menguas ni te paras!
¡Alerta siempre y sin cesar hambriento!
Pues ni en flaqueza femenil reparas,
no vaciles, que altiva y arrogante
despreciaré los golpes que preparas.
Yo firme y tú tenaz, sigue adelante.
No temas, no, que el suplicante lloro
surcos de fuego deje en mi semblante.
Ni gracia pido ni piedad imploro:
ahogo a solas del dolor los gritos,
como a solas mis lágrimas devoro.
Sé que de la pasión los apetitos
al espíritu austero y sosegado
conturban con anhelos infinitos.
Que nada es la razón si a nuestro lado
surge con insistencia incontrastable
la tentadora imagen del pecado.
Nada es la voluntad inquebrantable,
pues se aprisiona la grandeza humana
entre carne corrupta y deleznable.
Por imposible perfección se afana
el hombre iluso; y de bregar cansado,
al borde del abismo se amilana.
Deja su fe en las ruinas del pasado,
y por la duda el corazón herido,
busca la puerta del sepulcro ansiado.
Mas antes de caer en el olvido
va apurando la hiel de un dolor nuevo
sin probar un placer desconocido.
Como brota del árbol el renuevo
en las tibias mañanas tropicales
al dulce beso del amante Febo,
así las esperanzas a raudales
germinan en el alma soñadora
al llegar de la vida a los umbrales.
Viene la juventud como la aurora,
con su cortejo de galanas flores
que el viento mece y que la luz colora.
Y cual turba de pájaros cantores,
los sueños en confusa algarabía,
despliegan su plumaje de colores.
En concurso la suelta fantasía
con el inquieto afán de lo ignorado
forja el amor que el ánimo extasía.
Ya se asoma, ya llega, ya ha pasado;
ya consumió las castas inocencias,
ya evaporó el perfume delicado.
Ya ni se inquieta el alma por ausencias,
ni en los labios enjutos y ateridos
palpitan amorosas confidencias.
Ya no se agita el pecho por latidos
del corazón: y al organismo activa
la congoja febril de los sentidos.
¡Oh ilusión! mariposa fugitiva
que surges a la luz de una mirada,
más cariñosa cuanto más furtiva.
Pronto tiendes tu vuelo a la ignorada
región en que el espíritu confuso
el vértigo presiente de la nada.
Siempre el misterio a la razón se opuso:
el audaz pensamiento el freno tasca
y exámine sucumbe el hombre iluso.
Por fin, del mundo en la áspera borrasca
sólo quedan el árbol de la vida
agrio tronco y escuálida hojarasca.
Voluble amor, desecha la guarida
en que arrullo promesas de ternura,
y busca en otro corazón cabida.
¿Qué deja al hombre al fin? Tedio, amargura,
recuerdos de una sombra pasajera,
quién sabe si de pena o de ventura.
Tal vez necesidad de una quimera,
tal vez necesidad de una esperanza,
del dulce alivio de una fe cualquiera.
Mientras tanto en incierta lontananza
el indeciso término del viaje
¡Ay! la razón a comprender no alcanza.
¿Y esto es vivir?…En el revuelto oleaje
del mundo, yo no sé ni en lo que creo.
Ven, ¡oh dolor! Mi espíritu salvaje
te espera, como al buitre, Prometeo.
Adiós
Adiós: es necesario que deje yo tu nido;
las aves de tu huerto, tus rosas en botón.
Adiós: es necesario que el viento del olvido
arrastre entre sus alas el lúgubre gemido
que lanza, al separarse mi pobre corazón.
Ya ves tú que es preciso; ya ves tú que la suerte
separa nuestras almas con fúnebre capuz;
ya ves que es infinita la pena de no verte;
vivir siempre llorando la angustia de perderte,
con la alma enamorada delante de una cruz.
Después de tantas dichas y plácido embeleso,
es fuerza que me aleje de tu bendito hogar.
Tú sabes cuánto sufro y que al pensar en eso
mi corazón se rompe de amor en el exceso,
y en mi dolor supremo no puedo ni llorar.
Y yo que vi en mis sueños el ángel del destino
mostrándome una estrella de amor en el zafir;
volviendo todas blancas las sombras de mi sino;
de nardos y violetas regando mi camino,
y abriendo a mi existencia la luz del porvenir.
Soñaba que en tus brazos de dicha estremecida,
mis labios recogían tus lágrimas de amor;
de nardos y violetas regando mi camino
y abriendo a mi existencia la luz del porvenir.
Soñaba que en tus brazos, de dicha estremecida,
mis labios recogían tus lágrimas de amor;
que tuya era mi alma, que tuya era mi vida,
dulcísimo imposible tu eterna despedida,
quimérico fantasma la sombra del dolor.
Soñé que en el santuario donde te adora el alma,
era tu boca un nido de amores para mí,
y en el altar augusto de nuestra santa calma
cambiaba sonriendo mi ensangrentada palma
por pájaros y flores y besos para ti.
¡Qué hermoso era el delirio de mi alma soñadora!
¡Qué bello el panorama alzado en mi ilusión!
Un mundo de delicias gozar hora tras hora
y entre crespones blancos y ráfagas de aurora
la cuna de nuestro hijo como una bendición.
Las flores de la dicha ya ruedan deshojadas.
Está ya hecha pedazos la copa del placer.
En pos de la ventura buscaron tus miradas
del libro de mi vida las hojas ignoradas
y alzóse ante tus ojos la sombra del ayer.
La noche de la duda se extiende en lontananza;
la losa de un sepulcro se ha abierto entre los dos.
Ya es hora de que entierres bajo ella tu esperanza;
que adores en la muerte la dicha que se alcanza,
en nombre de este poema de la desgracia. Adiós.
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Escrito por Redacción