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En 1913, en París, la revista Mundial, bajo la dirección de Rubén Darío, convocaba a un concurso internacional de poesía al que se presentaron más de 500 participantes. El exigente jurado, además del gran nicaragüense, estaba formado por destacadísimos hombres de letras, entre los que figuraba nada menos que el poeta mexicano Amado Nervo. Para sorpresa de las élites académicas de uno y otro lado del mar, el premio se otorgó a un humilde provinciano, ajeno totalmente al selecto círculo literario de su país. El poema ganador se titulaba La Epopeya del cóndor, escrito a los 29 años por Aurelio Martínez Mutis (Bucaramanga, Colombia, 1884 – París, Francia, 1954); extensa composición de 365 versos agrupados en 30 estrofas y encabezada por un epígrafe tomado del Viejo Testamento acerca de la destrucción de la ciudad de Tiro.
¿Qué vieron los jueces en la epopeya de Martínez Mutis que decidieron otorgarle el premio? ¿Por qué hoy una buena parte de los críticos niega su vigencia, lo ha excluido de las antologías y pretende relegarlo al olvido? La respuesta hay que buscarla en el interés de los grupos dominantes, que tratan de imponer su pensamiento y silenciar toda expresión de rebeldía.
Diez años antes, en noviembre de 1903, Estados Unidos lograba su objetivo: habiendo alentado el separatismo y bajo la amenaza de invasión armada, arrancaba a Colombia parte de su territorio, abriendo paso a la construcción de un canal que facilitaría su comercio entre dos océanos. En La Epopeya del Cóndor, Martínez Mutis manifiesta el rechazo de su pueblo ante la opresión de este nuevo colonialismo.
La Epopeya del cóndor es una bien lograda alegoría antiimperialista; el polluelo, que simboliza la herencia de la gran civilización andina, es gravemente herido por un águila invasora; sobreviviente del ataque yconvertido en un ave majestuosa, vuelve por sus fueros, lucha y vence, recuperando su territorio. Éste es el argumento de la primera parte del poema épico.
Sobre el flanco del monte
meridional, cuya cimera umbría
parece que interroga el horizonte,
ensayaba un polluelo
el plumón de sus alas, para el vuelo
débiles e inexpertas todavía.
(…)
Ansiosa de pillaje,
un águila llegó; batió en la roca
el ébano ruidoso del plumaje
e hincó la garra en la inviolada y fina
carne de aquella juventud; inerte
la víctima cayó. La niebla andina
cubrió el horror de la tragedia. Mudo
pasó el tiempo después, pero la muerte
vencer la sangre juvenil no pudo.
Fue propicia la espera. Aquel polluelo
era un cóndor; en su pupila ardía
como un gran cofre millonario el cielo;
blanca gorguera en derredor bordaba
su cuello, cual blasón en que se vía
la estirpe regia, prestigiosa y brava,
y aptos eran sus músculos de bronce
para romper en la serena altura,
a golpes de ala el huracán.
Establecidos ya los polos de esta contradicción entre la soberanía de los pueblos latinoamericanos y la acechanza del imperialismo norteamericano representado por el águila, el argumento va desarrollando “la epopeya del pueblo/ que crece y se agiganta”, al tiempo que profetiza al invasor su inevitable derrota:
como el viejo profeta
que el desastre anunció de la orgullosa
Tiro, ¡oh Titán soberbio! yo te auguro
la ruina; es tu grandeza un opulento
roble de ramas fuertes y rotundas,
pero un gusano ha puesto en sus raíces
la justicia de Dios...
Acto seguido hacen su aparición los “modernos conquistadores”, dispuestos a someter pueblos enteros por las armas o por el oro; pues de sus alforjas:
(…)
desbórdase un torrente de doblones
tumultuoso y soberbio, que podría
comprar a cien naciones
cual si fuesen menguada mercancía.
Los nuevos colonizadores traen consigo nuevas formas de explotar los recursos naturales; encuentran y extraen petróleo e introducen mejoras en la agricultura:
Ellos sacaron de la férrea mina
la fuente de agua negra y luminosa;
en dos partieron la extensión marina;
encerraron en lámina divina
la palabra, con mano portentosa;
dieron al labrador armas mejores;
haciendo el fluido eléctrico fecundo,
la noche constelaron de fulgores,
multiplicaron discos y motores,
al aire dieron trenes voladores
y hablaron con los términos del mundo;
y bajo la ambición que los empuja,
cual si retar quisiesen a la brava
nube que en hoscos ímpetus revienta,
a los cielos alzaron una aguja
diamantina e inmoble, donde clava
sus flamígeros dardos la tormenta.
Sin embargo, pronto su defensa del derecho, la paz y el progreso queda al descubierto como una máscara tras la que se esconde la amenaza, la depredación y la nueva esclavitud.
Pero pocos han sido
herederos de Washington, el noble,
el patriarcal y austero ciudadano,
que alzara ayer con majestad de roble
el pendón del derecho americano.
Huyó la santidad de esa bandera;
y junto al haz de olivos de su escudo
el dragón que hoy impera
las fauces abre, amenazante y mudo.
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.