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La cuarta revolución tecnológica, más pobreza para el pueblo
En el mundo de la tecnología se dice que estamos viviendo la cuarta revolución industrial; una revolución que, basada en el desarrollo de la era digital
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En el mundo de la tecnología se dice que estamos viviendo la cuarta revolución industrial; una revolución que, basada en el desarrollo de la era digital, está modificando radicalmente nuestro mundo, particularmente el mundo económico, el entorno laboral y el modo en que consumimos. Esta cuarta revolución industrial se basa en el desarrollo de la llamada inteligencia artificial, que ha creado computadoras con una cantidad de datos, velocidad y capacidad de almacenamiento nunca antes vistos. Estas computadoras permiten la interacción con los seres humanos en la mayor parte de los ámbitos en que se desenvuelven y particularmente en los ambientes laborales.

Este avasallamiento tecnológico, en primera instancia parece positivo, porque hace más sencilla la vida del hombre; pero una revisión más cuidadosa del fenómeno nos muestra que esta verdad no es cierta para todos y ni siquiera para la mayoría de la población, para los trabajadores asalariados. En México, según los resultados de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo del penúltimo trimestre de 2018, cinco de cada diez  individuos de la Población Ocupada, son empleados, es decir, trabajadores asalariados; a esta razón habría que sumar a los trabajadores que, aunque se reportan como trabajadores por cuenta propia, su actividad económica consiste en la venta de servicios a los primeros trabajadores señalados y que se localizan en los alrededores de los centros de trabajo: taqueros, boleadores de zapatos, etc.; y a los que la falta de un empleo digno los ha obligado a buscar una salida laboral por su cuenta, pero que su actividad e ingreso depende de la fábrica o gran tienda a la que se avecinan (éstos representan 42 por ciento de la población ocupada).

Las voces más difundidas en los medios, principalmente las de los creadores de opinión y de los políticos, evitan a toda costa usar los conceptos de lucha de clases, lucha entre los dueños y los productores de la riqueza, entre el capital y el trabajo. A pesar de esta omisión consiente, el fenómeno a que se refieren estos conceptos existe y está en la base del funcionamiento económico y de toda la sociedad. Hasta ahora, de las dos partes en conflicto, la que más consciente y sistemáticamente ha desplegado su ofensiva es la de los dueños del capital. Una de las armas más eficaces en esta lucha que han desplegado en contra de los trabajadores es el desarrollo tecnológico enfilado a sustituir y simplificar las actividades del trabajo necesario para llevar a cabo determinado proceso de producción.

Los resultados se evidencian en el contingente cada vez más extenso de trabajadores que no se pueden colocar en un puesto de empleo y en el empeoramiento de las condiciones laborales a que este estado de cosas condena a millones de despojados, que no tienen más que su brazos para ganarse el pan de su familia. Los datos hablan por sí mismos: en la distribución del total del ingreso, el que perciben los dueños del capital ha ganado peso en detrimento del que tiene el ingreso percibido por los trabajadores; mientras en 1970, los trabajadores asalariados percibían 54 por ciento del total del ingreso nacional, en 2017 este porcentaje fue de 40 por ciento.

El proletariado no tiene otro medio para ganarse la vida que contratándose por un periodo de tiempo a un patrón. La riqueza que produce es propiedad de quien le ha pagado su salario y le ha proporcionado los medios para la creación de la mercancía producida. Al final de la jornada, el trabajador no tiene más que un cuerpo molido por su trabajo, y un salario apenas suficiente para reponer su fuerza. Su vida y la de su familia dependen de la existencia de un patrón y de la magnitud del salario. En este escenario, en el que la riqueza que produce la humanidad se concentra en manos de unos cuantos, los avances tecnológicos no son más que un medio más de avasallamiento del hombre.


Escrito por Vania Sánchez

Licenciada en Economía por la UNAM, maestra en Economía por El Colegio de México y doctora en Economía Aplicada por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).


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