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El otoño ha llegado puntual en 2020. Nos halla resistiendo los efectos de la crisis económica, la violencia y la inseguridad rampantes, la mortífera pandemia y la antipopular política del gobierno en turno. Miles de hogares se cubrieron de luto por las víctimas mortales de la ineptitud oficial. El Día de Muertos, este año, no podía quedar fuera de nuestras páginas.
Fiesta grande para el pueblo mexicano, los elementos prehispánicos y del “viejo mundo” se fusionan a lo largo del territorio nacional para dar paso a una explosión de color, sabores e imágenes que saturan los sentidos. Cada región conserva celosamente los elementos simbólicos, tradicionales, de la celebración. Flores, incienso, velas, comida, vasijas y ornamentos, son el vehículo externo para crear un estado de ánimo en que el pensamiento mágico parece contactar con las ánimas del Purgatorio que, según la conseja, tienen permiso para volver a este mundo cada año.
Los elementos visibles del Día de Muertos han sido con frecuencia objeto de una reelaboración ideológica. Es el caso del Romance del poeta Luis Rosado Vega titulado El Hanal-Pixán (“comida de las almas”), simpático retrato de la tradicional fiesta pagano-cristiana que entre el 1º y el 2 de noviembre se realiza en Yucatán. El poeta se muestra escéptico acerca de si los muertos vuelven o no cada año, aprovecha para condenar la decadencia artística de su época y adelanta que antes que volver, preferiría quedarse en el paraíso o incluso en el infierno.
No sé si los muertos vuelven
del que llaman “más allá”,
pero si vuelven cometen
la mayor barbaridad.
Yo muerto me quedaría
más allá del más allá,
y aunque Dios me lo mandara
no regresaba jamás
a este pícaro mundillo
en donde es fuerza topar
en cada paso que damos
con cien tontos y hasta más,
quinientos beocios, mil lelos,
y pare usted de contar,
¿volver al mundo?... ¡qué diantre!,
para volver a mirar
óleos cubistas que pintan
los que no saben pintar
y escuchar mil antiversos
¿también cubistas?... ¡qué va!
Mejor estar en el Cielo
para aprender a cantar
en los celestiales coros,
eso estará menos mal,
o si me toca el Infierno
aprender a preparar
las pailas en que se fríen
quienes al Infierno van,
y aun servir de guarda-espalda
al compadre Satanás,
todo eso está bien,
al cabo es más fácil de aguantar,
pero ¿volver a la Tierra?
¡Jesús, qué barbaridad!
Para recibir a las almas de los muertos que vienen cada año, las familias de la región preparan un banquete; si vienen o no, qué más da, dice el poeta… lo importante es que coman en esta única oportunidad anual; si solamente cenan una vez al año, ya se entiende por qué los muertos están siempre en los puros huesos.
No sé si los muertos vuelven
del famoso más allá,
aunque es dable que sí vuelvan
por lo que es fácil mirar,
pues miramos que anualmente
grandes banquetes les dan
en cementerios y casas
de esta muy noble ciudad
de Mérida y que en los pueblos
puede que les sirvan más,
lo cual no es raro ni absurdo
sino que es tradicional
desde que vino a este mundo
nuestra pobre humanidad,
pues desde los más remotos
pueblos de la antigüedad,
desde la edad de la piedra
y la edad del pedernal,
hasta los civilizados
pueblos de la actualidad
que gozan de las delicias
del grafófono y el jazz
que son supermaravillas
de nuestra presente edad,
fue costumbre inalterable
a los muertos obsequiar
con los platillos más típicos
de su mundana heredad;
¿que si los muertos regresan,
pero hombre, eso qué más dá?,
lo interesante es que coman,
que coman hasta no más,
lo que yo encuentro de malo
en tal costumbre ritual,
es que solo cada año
se les dé comida tal;
quizá por eso estén siempre
en estado y calidad
de míseros esqueletos,
–¡Jesús, qué pena me dan!–
pues ¿quién resiste esa dieta
de solo una cena anual?...
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.