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No sé por qué, pero cuando analizo las acciones y los dichos del actual Gobierno Federal mis pocos conocimientos de historia se remontan hacia al pasado, y deduzco que si algunos de esos acontecimientos fueron una tragedia, los de hoy también tienen esta caracterización. Mire usted cómo las esferas del poder vigente han echado a andar un feroz aparato de propaganda lleno de ataques sin fundamentos y mentiras. La compra y venta de especialistas de la pluma es más que evidente, incluyendo algunos detractores del nuevo gobierno que sirven de faramalla, como es el caso de Carlos Loret de Mola, quien finge hacer efectiva la libertad de expresión en el ámbito periodístico, pero en realidad su única intención es exaltar el protagonismo del Ejecutivo y embestir con todo a cualquier fuerza real y progresista que pueda servir de contrapeso. Tal maquinaria de propaganda es comparable a la que se armó en los tiempos oscuros de Goebbels, cuyo desquiciamiento penetró en la mente de los ciudadanos de una sociedad alemana que entonces se hallaba al borde de la ruina económica y moral.
Está fuera de lugar la forma de conducirse de un gobierno que se presenta como el adalid de la democracia participativa –que escucha y hace valer los derechos de los ciudadanos– pero que a la hora de asumir decisiones solo toma en cuenta a sus partidarios a través de encuestas amañadas. Tenemos un gobierno “democrático” que alardea a los cuatro vientos ser diferente a los anteriores y que afirma que hoy los ciudadanos no solo tienen voto sino también voz. En un país sumido en la pobreza, su lema populista “primero los pobres” parece correcto, pero en los hechos asoma su intransigencia y visceralidad. Es cierto que la corrupción ha permeado en todos los niveles de gobierno y que muchos funcionarios públicos se han enriquecido con dinero público, pero la bandera de la anticorrupción –repetida hasta el cansancio por sus corifeos– se ofrece como la única medicina para curar todos los fenómenos de la vida social. Aprovechándose de la buena fe y la ignorancia de buena parte de la población, el Ejecutivo ha convertido a la corrupción en la explicación de todos los males del país.
Como en tiempos de Torquemada o del terror francés, basta llamar a alguien “corrupto” para que los paladines de la anticorrupción se lancen sobre el enemigo y para que la opinión pública considere esa acusación como un hecho verdadero. El nuevo “juez” no alcanza a comprender que sus acciones pueden conducir al país al caos y a la ingobernabilidad, especialmente cuando pretenden callar e intimidar a quienes se atreven a señalar que la corrupción solo es un síntoma de la decadencia capitalista de nuestros días y que, por lo tanto, no puede acabarse con ella sin terminar con el sistema que la produce.
Por otro lado, el gobierno no está haciendo nada para remediar las graves consecuencias sociales y económicas del neoliberalismo, que se han ido acentuando a través de los años. Con la denuncia de que hay “corruptos por todos lados”, la actual administración federal pretende justificar la persecución de líderes sociales; el cierre de instituciones; el despido de miles de trabajadores y la sustitución de unos programas asistencialistas por otros, con los que ha comenzado la compra de conciencias más escandalosa de la historia, restando presupuesto público a la educación, la ciencia, los servicios básicos y el campo mexicano, abandonado desde hace varias décadas. Las cosas van mal, pero sigue sin tocarse el sacrosanto modelo económico y se deja que la mano visible de los empresarios haga y deshaga a su antojo.
Los enormes márgenes de ganancia de la clase del dinero están asegurados; los bajos salarios que pagan –cuyos montos por si solos constituyen un robo al trabajador– continúan y, además, los poseedores de las fortunas más cuantiosas siguen sin pagar impuestos. Nadie, hasta ahora, sabe de propuestas serias del nuevo gobierno para crear fuentes de empleo y si tiene alguna intención de elevar la productividad de los changarros, que aportan el 97 por ciento de los empleos que existen en el país. Y tampoco se sabe todavía si el gobierno de la Cuarta Transformación tiene el propósito de aumentar los salarios a un nivel decoroso. Todo esto no forma parte de su agenda, porque seguirá persiguiendo a quienes considera corruptos, aunque los verdaderos corruptos se paseen libres de toda preocupación.
¡Pero cuidado! La pretensión de institucionalizar el terror es sumamente peligrosa y al final puede convertirse en un búmeran que regresa a quien lo lanza, tal como la curiosa leyenda del inventor de la guillotina, que nunca imaginó que él también probaría el filo de la navaja.
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Escrito por Capitán Nemo
COLUMNISTA