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Porfirio Barba Jacob
Su poesía se ha clasificado dentro del posmodernismo, trata temas de meditación lírica sobre la muerte, el desamor y las contradicciones sobre el bien y el mal, la belleza y el horror, etc.
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Seudónimo de Miguel Ángel Osorio Benítez, nació el 29 de julio de 1883 en Santa Rosa de Osos, Colombia. Sus padres fallecieron cuando era un niño, por lo que fue criado por sus abuelos. Comienza a publicar sus primeros poemas a los 23 años, entre ellos Parábola del recuerdo. Al poco tiempo se muda a México, donde tiene una vida más activa dentro del círculo literario, funda la Revista Contemporánea y colabora en diversos medios como El Espectador, El Porvenir, Ideas y noticias, El Imparcial, etc.; sin embargo, tiene que exiliarse a Cuba por su reportaje El combate de la ciudadela narrado por un extranjero que relataba los sucesos que siguieron al asesinato de Francisco I. Madero. Desde ese momento viajó por Perú, Jamaica, Costa Rica, y otros países de Latinoamérica, impartiendo conferencias, recitales y dirigiendo temporalmente periódicos y revistas.

Su poesía se ha clasificado dentro del posmodernismo, trata temas de meditación lírica sobre la muerte, el desamor y las contradicciones sobre el bien y el mal, la belleza y el horror, etc. No publicó ningún poemario, su obra se halla dispersa en los medios donde colaboró y ha sido recopilada póstumamente por estudiosos mexicanos, pues fue el país donde halló una segunda patria, donde se asentó al final de sus días y donde falleció el 14 de enero de 1942. 

 

El árbol viejo

El árbol que sombrea la llanura

tiene cien años de acendrar sus mieles,

de temblar bajo el júbilo del cielo

alargando sus frutos sazonados,

de escuchar el silencio de la noche,

y de ver a las mozas del camino

perennemente, sin decirles nada...

 

Los labradores con el hierro al hombro

llegan en la fatiga de la tarde,

y piensan al mirarlo, simplemente:

“Ya rindió sus cosechas más jugosas

y ofrece al hacha los desnudos brazos.

Para alimento del hogar cortémosle”.

 

¡Oh inquietud vespertina! ¡Cómo tiemblan

mis carnes cual las ramas sacudidas

del árbol que sombrea la llanura!

Me duele el corazón... En el lejano

horizonte se encienden los hogares,

y con un ritmo lánguido y liviano

parece que sollozan los palmares.

 

Me quedo preguntándome a mí mismo:

¿Para qué sirve un árbol? ¿Para darle

cuatro varas de sombra al césped trémulo?

¿Para temblar bajo el azul del cielo

alargando sus frutos sazonados?

¿Para oír el silencio de la noche?

¿Para sentir la fiebre de la tierra?

¿Para ver a las mozas del camino

perennemente, sin decirles nada?

 

Me quedo preguntándome a mí mismo

en la fúlgida noche que desciende,

y ella, que en paz sus luminares prende,

dilata mi ansiedad con su mutismo.

La estrella de la tarde

Un monte azul, un pájaro viajero,

un roble, una llanura,

un niño, una canción... Y, sin embargo,

nada sabemos hoy, hermano mío.

 

Bórranse los senderos en la sombra,

el corazón del monte está cerrado,

y el perro del pastor, trágicamente,

aúlla entre las hierbas del vallado.

 

Apoya tu fatiga en mi fatiga,

que yo mi pena apoyaré en tu pena,

y llora, como yo, por el influjo

de la tarde traslúcida y serena.

Nunca sabremos nada...

¿Quién puso en nuestro espíritu anhelante

vago rumor de mares en zozobra,

emoción desatada,

quimeras vanas, ilusión sin obra?

 

Hermano mío, en la inquietud constante

nunca sabremos nada...

 

¿En qué grutas de islas misteriosas

arrullaron los númenes mi sueño?

¿Quién me da los carbones irreales

de mi ardiente pasión, y la resina

que funde en mis poemas su fragancia?

¿Qué voz suave, qué ansiedad divina

tiene en nuestra ansiedad su resonancia?

 

Todo inquirir fracasa en el vacío,

cual fracasan los bólidos nocturnos

en el fondo del mar; toda pregunta

vuelve a nosotros trémula y fallida,

como del choque en el cantil fragoso

la flecha por el arco despedida.

 

Hermano mío, en el impulso errante

nunca sabremos nada.

Y sin embargo...

 

¿Qué mística influencia

vierte en nuestros dolores un bálsamo radiante?

¿Quién prende a nuestros hombros

manto real de púrpuras gloriosas,

y quién a nuestras llagas

viene y las unge y las convierte en rosas?

 

Tú, que sobre las hierbas reposabas

de cara al cielo, dices de repente:

“¡La estrella de la tarde está encendida!”

Ávidos buscan su fulgor mis ojos

a través de la bruma, y ascendemos

por el hilo de luz...

 

Un grillo canta

en los repuestos musgos del cercado,

y un incendio de estrellas se levanta

en tu pecho tranquilo ante la tarde,

y en mi pecho en la tarde sosegado...

Canción ligera

Si acongoja un dolor a los humildes,

o si miran un valle, un monte, un mar,

dicen tal vez: “dichosos los poetas

porque todo lo pueden expresar”.

 

¡Ah!, pero en el misterio en que vivimos,

la cotidiana, múltiple emoción,

como no encuentra un ritmo que la cante

se ahoga en el sepulto corazón.

 

Y están sin voz el oro de los trigos,

el son del viento en pugna con el mar,

la luz que brilla, el grito que se apaga

y el llanto de la noche en el palmar.

 

Y están sin voz, perennemente mudos,

sin quién venga su espíritu a decir,

el sol, la brizna, el niño y el terrible

prodigio del nacer y del morir.

 

Y nosotros, los míseros poetas,

temblando en las riberas de la mar,

vemos la inexpresada maravilla

y tan solo podemos suspirar

No tardaré. No llores…

No tardaré. No llores.

Yo para ti he cogido

del áspero romero azules flores;

las aves en su nido;

cristales en las grutas;

las mariposas en su vuelo incierto;

y de los viejos árboles del huerto

las sazonadas frutas.

Y he aprendido las lánguidas querellas

que cantan al bajar de la montaña

los grupos de doncellas;

y la conseja extraña

que, mientras silba ronco

el viento en la vetusta chimenea,

cuenta alrededor del encendido tronco

el viejo de la aldea.

Soberbia

Le pedí un sublime canto que endulzara

mi rudo, monótono y áspero vivir.

Él me dio una alondra de rima encantada.

¡Yo quería mil!

 

Le pedí un ejemplo del ritmo seguro

con que yo pudiera gobernar mi afán.

Me dio un arroyuelo, murmurio nocturno.

¡Yo quería un mar!

 

Le pedí una hoguera de ardor nunca extinto,

para que a mis sueños prestase calor.

Me dio una luciérnaga de menguado brillo.

¡Yo quería un sol!

 

¡Qué vana es la vida, qué inútil mi impulso,

y el verdor edénico y el azul abril!

¡Oh sórdido guía del viaje nocturno:

yo quiero morir!

 


Escrito por Redacción


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