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No desaprovechemos las lecciones de América Latina
Son tres los factores del poderío avasallador del capital monopolista que hoy domina el mundo: su gran riqueza material, su temible capacidad militar y su aplastante aparato mediático, capaz de manipular el cerebro humano para hacernos creer lo que conven
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Son tres los factores del poderío avasallador del capital monopolista que hoy domina el mundo: su gran riqueza material, su temible capacidad militar y su aplastante aparato mediático, capaz de manipular el cerebro humano para hacernos creer lo que convenga a los intereses de ese capital, aunque se dé de bofetadas con los hechos. Estos tres factores no son nuevos; nacieron y se desarrollaron junto con el capital y gracias a él, pero ciertamente se han vuelto monstruosos al amparo del mundo unipolar, nacido tras la caída del socialismo en Europa oriental y Rusia.

Tales factores han causado daños terribles a la humanidad. Uno de ellos es haber inhibido casi completamente su capacidad de pensar de modo autónomo, libre e independiente de lo que ve y oye a través de los medios. Han desterrado no solo esa capacidad, sino aun el deseo de pensar con rigor, con profundidad, multilateralmente; la necesidad de hacerse una idea lo más completa y objetiva posible de los fenómenos que la afectan. Nos han convertido a todos en seres mentalmente pasivos, seguidores ciegos del sentido común y de las obviedades que éste proporciona y, por tanto, en dóciles y hambrientos consumidores de las “verdades” difundidas por los medios.

Y esta holgazanería mental inducida cancela toda posibilidad de idear un mundo mejor organizado, más racional, que no solo responda a las exigencias de bienestar material y espiritual de los pueblos, sino también a las preocupaciones por la conservación y el aprovechamiento sustentable de nuestro planeta. En una palabra, la pereza, la falta de rigor, agudeza y penetración del cerebro humano, inducida por el aparato propagandístico al servicio de los monopolios, están poniendo en severo riesgo la existencia misma de la especie y de su casa común: el planeta tierra.

¿Se ha puesto usted a pensar alguna vez, amigo lector, de dónde surgió el maravilloso invento de las ONGs? ¿Quién fue el primero que creó una y con qué propósito? La verdad es que nadie lo sabe. Y sin embargo, ahí vamos todos, como autómatas, repitiendo las opiniones, afirmaciones y acusaciones de tal o cual ONG, simplemente porque se nos ha hecho creer que no pueden mentir, que están más allá de toda duda y de toda sospecha de servir a intereses inconfesables. ¿Y la “Primavera Árabe”? ¿Y las “Revoluciones de Colores”? ¿Qué genio creó la mecánica de funcionamiento de esos fenómenos y los bautizó con tan atractivos títulos? Tampoco se sabe, pero todos aprobamos y aplaudimos lo que se diga o haga en contra de un país o de un gobierno, si se hace en nombre de una “primavera democrática” o de una “revolución de colores”. Son dos ejemplos, tomados al azar, de la manipulación de que somos víctimas sin darnos cuenta.

Los seres humanos construimos, con nuestras manos y nuestra inteligencia, todas las cosas útiles que hacen más llevadera la vida, desde un cacharro hasta un avión. La naturaleza nos da la materia bruta: el barro, el hierro, el níquel, el aluminio, el caucho, etc., todo lo demás lo hace el hombre. Él fabrica cada tuerca, cada cable, cada elemento eléctrico o electrónico, el fuselaje, las butacas y los accesorios interiores. Y luego los ensambla perfectamente, de acuerdo a un plan preconcebido detalladamente. El resultado es el avión sobre el cual, por ser su hechura, el hombre tiene un dominio completo. Lo maneja en tierra y aire, sabe cómo y por qué funciona, qué cuidados permanentes necesita y, cuando se descompone o falla, puede repararlo o al menos explicar la causa del desperfecto.

La sociedad humana se parece al avión por ser ella, también, hechura humana aunque no lo parezca. Pero difiere de él en algo esencial: la sociedad no ha sido construida de acuerdo a un plan preconcebido en todos sus detalles; ha sido más bien fruto de la necesidad ciega y de la creatividad espontánea de los seres humanos, y es esto lo que explica que, durante milenios, el hombre creyera que los errores e imperfecciones de su creatura eran inevitables, producto de leyes, internas o externas, ajenas a su voluntad y fuera de su control. Por eso los males sociales, las fallas y descomposturas del organismo, por decirlo así, han resistido por siglos todo intento de ponerles remedio. El hombre resultó dominado por su creatura en vez de ser su dominador.

Pero este sentimiento de impotencia empezó a cambiar con la reivindicación de la razón y la inteligencia humanas como capaces de conocer, entender y transformar su realidad; es decir, desde el siglo XVIII con el Renacimiento, la Ilustración, los enciclopedistas franceses y la revolución que incubaron e impulsaron a fines de ese siglo; se continuó con los economistas clásicos ingleses y ha llegado con paso firme hasta nuestros días. En la actualidad, sabemos bien qué es la sociedad, cómo está construida, qué leyes rigen su existencia, qué papel jugamos todos para mantenerla viva y funcionando. Hoy la verdadera ciencia económica sabe qué es la mercancía, el mercado, el dinero, los bancos; qué son y cómo funcionan las empresas, los monopolios; cómo se genera la riqueza social, cómo se reparte y cómo se explican las injusticias y desigualdades sociales. En una palabra, hemos llegado a la misma situación que los constructores de un avión: podemos saber de dónde nace una falla, o varias fallas simultáneas, cuáles son sus causas y cuál el remedio preciso. ¿Cómo se entiende, entonces, que sigan existiendo las injusticias y la desigualdad sociales?

Porque sigue habiendo diferencia entre un avión y la sociedad. El avión está hecho de partes muertas y sin capacidad de oponerse a la manipulación del constructor; la sociedad está formada por hombres y mujeres distintos y con intereses diferentes y hasta encontrados, con capacidad para oponerse a los cambios y “reparaciones sociales” si afectan esos intereses. Por eso es que seguimos padeciendo los mismos males y seguimos aceptando explicaciones y remedios falsos, que agravan el mal en vez de curarlo.

La tremenda potencia manipuladora del aparato propagandístico del capital tiene por objeto, precisamente, evitar que nos demos cuenta que la sociedad es algo salido de nuestras manos y, por tanto, manipulable a voluntad nuestra para perfeccionarla en bien de todos. Quiere que sigamos creyendo en las virtudes mágicas del dinero; en la inexplicable autonomía de las mercancías, que las opone a su creador y lo esclavizan, en vez de servirlo y alimentarlo; en unas leyes del mercado tan férreamente necesarias y tan fuera de nuestro control como la ley de la gravedad.

Todas estas falacias son creídas por las mayorías justo porque carecen de conocimientos y de un pensamiento crítico capaz de desentrañarlas; pero hay economistas, sociólogos y politólogos que saben la verdad y la callan; fingen creer lo contrario por conveniencia o por miedo (un miedo entendible) al tremendo poder represivo del capital. Pero los males siguen allí: la desigualdad, la pobreza, la enfermedad, la ignorancia, la falta de servicios, de vivienda, etc. Quienes los padecen crecen peligrosamente día a día y empujan sin cesar por una verdadera solución a estos flagelos. Esta situación contradictoria ha producido a una generación de políticos latinoamericanos que, mirando la superficie de las cosas, han creído posible una solución conciliatoria: respetar los “derechos” y los beneficios del capital monopólico y al mismo tiempo favorecer a las mayorías con trabajo para todos, mejor salario, medicina y educación gratuitas o subsidiadas, vivienda barata, etc.

Esta generación de políticos fue tolerada (y quizá impulsada objetivamente) por el propio capital monopólico, porque las viejas clases políticas desprestigiadas ya no le garantizaban el control del pueblo, del país y de sus recursos. La tolerancia dio confianza a los reformadores para intentar ir más a fondo, de modo tal que, quizá sin darse cuenta, comenzaron a lastimar los intereses de los verdaderos amos de la economía. La respuesta la conocemos todos: Correa traicionado y exiliado, Cristina Fernández perseguida y amenazada de cárcel, Dilma Rousseff defenestrada y Lula en la cárcel, Evo Morales y Daniel Ortega con la espada de Damocles de una “revolución de colores” sobre su cabeza. Solo Cuba y Venezuela resisten, y la causa es obvia: son las únicas que han recurrido al pueblo, organizado y consciente, como la única fuerza capaz de defender los cambios conquistados.

¿Y México? Es obvio que Morena se enfrentará con una disyuntiva semejante: o se va por la superficie con programas puramente asistencialistas para las mayorías y con inversiones significativas para impulsar el crecimiento económico en provecho de los grandes capitales. O se lanza a fondo cambiando el modelo neoliberal por uno más racional y equitativo, en cuyo caso debería prepararse para resistir la embestida y no sufrir el mismo destino que los gobernantes mencionados. Medidas como los recortes salariales que van a lesionar a miles de familias, o las amenazas en contra de la organización popular y los derechos de petición y de manifestación pública, apuntan claramente en sentido contrario a esto último. Hoy por hoy, es evidente que cuenta con la tolerancia (y tal vez con el acuerdo) de Norteamérica, como indica la firma del nuevo TLC y los comentarios elogiosos de Trump hacia López Obrador; pero eso se terminará tan pronto se empiecen a tocar en serio los intereses del imperialismo. Todo indica, pues, que la pobreza seguirá recibiendo paliativos mientras la parte del león se la llevarán los afortunados de siempre. ¡Ojalá nos equivoquemos!


Escrito por Aquiles Córdova Morán

Ingeniero por la Universidad Autónoma Chapingo y Secretario general del Movimiento Antorchista Nacional.


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