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Neruda o de las paradojas de la sencillez
Las convicciones políticas del poeta atravesaron con firmeza su vida sin mancharse en las cloacas del arrepentimiento lastimero donde chapotearon a placer tantos otros artistas latinoamericanos.
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A pesar de algunos de mis juicios en materia artística –contra la banalidad y el sentimentalismo superficial– no soy partidario de la tendencia que defiende el arte impopular: No creo que una obra pierda calidad artística por el solo hecho de volverse masiva.

Sí pienso, no obstante, que el artista que antepone su actividad creativa a agradar al gusto del público –cualquiera que sea la composición de éste– comete un error. El creador revela con esto una personalidad artística débil, manipulable, en la que podría parafrasearse a Vladimir Ilich Ulianov, Lenin: “ésta es mi propuesta artística, y si no les gusta, aquí tengo otra”. La creatividad queda mutilada en aras del aplauso fácil.

En este viejo debate, la obra poética de Pablo Neruda representa un ensayo consecuente y vigoroso por alcanzar una labor creativa ecuánime, que conjugara al mismo tiempo una elevada precisión estilística con la característica sencillez de un lenguaje que intenta llegar a todos.

Admiro a Neruda por varias razones. La primera es por lo prolífico de su obra, que habla de una vocación férrea por el oficio poético, vocación que ejerció pacientemente desde su adolescencia hasta su muerte. En segundo lugar, porque sus convicciones políticas atravesaron con firmeza su vida sin mancharse en las cloacas del arrepentimiento lastimero donde chapotearon a placer tantos otros artistas latinoamericanos.

Pero mi tercer motivo es estrictamente artístico. Neruda adopta primero una postura firme con respecto al problema político de la relación artista-sociedad; y solo sobre esta base es como lleva hasta sus últimas consecuencias el largo camino de la construcción de su lenguaje poético.

El viejo Neruda, a los 67 años, recapitula así las implicaciones de esta decisión: “De la argamasa de lo que hacemos, o queremos hacer, surgen más tarde los impedimentos de nuestro propio y futuro desarrollo. Nos vemos indefectiblemente conducidos a la realidad y al realismo, es decir a tomar una conciencia directa de lo que nos rodea y de los caminos de la transformación, y luego comprendemos, cuando parece tarde, que hemos construido una limitación tan exagerada que matamos lo vivo en vez de conducir la vida a desenvolverse y florecer. Nos imponemos un realismo que posteriormente nos resulta más pesado que el ladrillo de las construcciones, sin que por ello hayamos erigido el edificio que contemplábamos como arte integral de nuestro deber. Y en sentido contrario, si alcanzamos a crear el fetiche de lo incomprensible (o de lo comprensible para unos pocos), el fetiche de lo selecto y de lo secreto, si suprimimos la realidad y sus degeneraciones realistas, nos veremos de pronto rodeados de un terreno imposible, de una tembladera de hojas, de barro, de nubes, en que se hunden nuestros pies y nos ahoga una incomunicación opresiva”.

Pero tampoco en el arte hay caminos reales, como escribiera Carlos Marx; y Neruda tampoco escapa a las implicaciones más profundas de su decisión. En la precisión y sobriedad de sus palabras, su lenguaje tan personal avanza en una línea muy delgada. De un lado, cuando lo vence la inevitable fascinación del “fetiche de lo secreto”, la transparencia de su pluma se torna áspera e impenetrable; del otro, no pocas veces su “conciencia directa de lo que lo rodea” es demasiado directa; no es reinterpretación ni martillo de la realidad, sino simple reflejo que adopta en sus líneas fórmulas poéticas simplificadas casi hasta la superficialidad.

Si eso es algo bueno o algo malo, no lo decido yo; y en todo caso, tal discusión tendría lugar en un plano muy subjetivo. Lo objetivo es que Neruda, en el grueso de su obra, escribe para todos directamente con una fuerza que funde orgánicamente la sencillez de las palabras y una perfección técnica indiscutible. La masificación de su obra no proviene de una aplicación banal por “llegar al pueblo”, sino que tiene la dimensión de un postulado estético primigenio, sobre el cual se labra todo el universo poético.

Eso basta. La masificación más vasta es quizá el fin último del arte pues, en el fondo, únicamente vale el arte que permanece.


Escrito por Aquiles Lázaro

Columnista de cultura


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