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Nació el 22 de enero de 1788 en Londres, Gran Bretaña. Poeta inglés que figura entre los más emblemáticos representantes del romanticismo europeo, a los 10 años heredó el título y las propiedades para ser Lord Bryon.
Vivió una juventud amargada por su cojera y por la tutela de una madre de temperamento irritable. A los dieciocho años publicó su primer libro de poemas, Horas de ocio; y como respuesta a la crítica adversa, publicó una sátira titulada Bardos ingleses y críticos escoceses, con la que alcanzó cierta notoriedad. Al cumplir la mayoría de edad, emprendió una serie de viajes en los que recorrió Europa, donde se nutrió de experiencias para publicar su memoria poética en los dos primeros cánticos de La peregrinación de Childe Harold. En esta obra se esboza al “héroe byroniano”, caracterizado por la rebeldía frente a la moral y las convenciones establecidas, marcado por una vaga nostalgia y exaltación de sentimientos. Pronto se generó un rumor, que lo perseguiría toda su vida, en torno a que mantenía relaciones incestuosas con su hermanastra, por lo que abandonó el Reino Unido en 1816 para no regresar jamás, convirtiéndose en un poeta errante.
Viajó por Suiza e Italia, llevando una vida fastuosa y salpicada de escándalos; en esta época terminó el cuarto canto de Childe Harold y su Manfredo (1817), a partir del cual sostuvo correspondencia con Goethe, quien lo calificó como “el primer talento de su siglo”. En 1819 inició su Don Juan, poema satírico considerado por varios críticos como su mejor obra. Cuatro años después, a raíz de la rebelión de los griegos contra los turcos, reclutó un regimiento para la causa de la independencia griega, aportó sumas económicas importantes y se reunió con los insurgentes en Missolonghi, Grecia. Murió de unas fiebres en esta misma ciudad poco después, a los treinta y seis años. Byron encarnó al ideal del héroe romántico de sus contemporáneos, tanto en su obra como en la vida real.
El castillo de Chillon se halla junto al lago Ginebra, y Byron lo visitó junto a Shelley en 1816; François Bonnivard estuvo prisionero en el castillo en el Siglo XVI.
¡Espíritu eterno de la mente sin cadenas!
¡Libertad! Más brillante eres en las mazmorras,
pues allí tu morada es el corazón,
el corazón al que sólo el amor por ti puede atar.
Y cuando tus hijos son enviados a los grilletes,
a los grilletes, y al húmedo sótano de penumbra sin día,
su país vence con su martirio,
y el nombre de la Libertad halla alas en todo viento.
¡Chillon! Tu prisión es un sitio sagrado,
y tu triste suelo un altar, pues fue hollado,
hasta que sus pasos dejaron una huella
Gastada, como si tu pavimento fuese un prado,
¡por Bonnivard! ¡Que no se borre ninguna de esas marcas!
Pues ellas claman a Dios contra la tiranía.
No digo –no esbozo– no respiro vuestro nombre,
hay pesar en el sonido –habría culpa en la fama–;
pero la lágrima que ahora arde en mi mejilla puede dar cuenta
del profundo pensamiento que habita en ese silencio del corazón.
Demasiado cortas para nuestra pasión,
demasiado largas para nuestra paz,
fueron aquellas horas, ¿puede cesar su alegría o su amargura?
Nos arrepentimos –abjuramos–
deseamos romper nuestra cadena;
debemos separarnos –debemos volar– unirla otra vez.
¡Oh! Vuestra sea la alegría y mía sea la culpa,
perdonadme adorada –abandonadme si lo deseáis–;
pero el corazón que porto expirará sin haber sido rebajado,
y los hombres no lo quebraran, sea lo que sea que podáis vos.
Y firme ante el altivo, pero humilde ante vos,
habrá de ser mi alma en su más amarga oscuridad;
y nuestros días han de ser más rápidos
–y nuestros momentos más dulces, con vos a mi lado–
que con el mundo a nuestros pies.
Una visión de vuestro dolor –una imagen de vuestro amor–
habrá de cambiarme o confirmarme, de castigar o reprobar;
y los sin-corazón podrán maravillarse de tanto
a lo que renunciamos,
vuestro labio no habrá de responder a ellos, sino al mío.
Tuve un sueño que no era del todo un sueño.
El brillante Sol se apagaba, y los astros
vagaban diluyéndose en el espacio eterno,
sin rayos, sin senderos, y la helada Tierra
oscilaba ciega y oscureciéndose en el aire sin Luna;
la mañana llegó, y se fue, y llegó, y no trajo consigo el día.
Y los hombres olvidaron sus pasiones ante el terror
de esta desolación; y todos los corazones
se helaron en una plegaria egoísta por luz;
y vivieron junto a hogueras –y los tronos,
los palacios de los reyes coronados– las chozas,
los hogares de todas las cosas que habitaban,
fueron quemadas en las fogatas; las ciudades se consumieron.
Y los hombres se reunieron en torno
a sus ardientes refugios
para verse nuevamente las caras unos a otros;
felices eran aquellos que vivían dentro del ojo
de los volcanes, y su antorcha montañosa:
Una temerosa esperanza era todo lo que el mundo contenía;
Se encendió fuego a los bosques –pero hora tras hora
fueron cayendo y apagándose –y los crujientes troncos
se extinguieron con un estrépito–
y todo fue negro.
Las frentes de los hombres, a la luz sin esperanza,
tenían un aspecto no terreno, cuando de pronto
los haces caían sobre ellos; algunos se tendían
y escondían sus ojos y lloraban; otros descansaban
sus barbillas en sus manos apretadas, y sonreían;
y otros iban rápido de aquí para allá, y alimentaban
sus pilas funerarias con combustible,
y miraban hacia arriba
con loca inquietud al sordo cielo,
el sudario de un mundo pasado; y entonces otra vez
con maldiciones se arrojaban sobre el polvo,
y rechinaban sus dientes y aullaban; las aves silvestres chillaban,
y, aterrorizadas, revoloteaban sobre el suelo,
y agitaban sus inútiles alas; los brutos más salvajes
venían dóciles y trémulos; y las víboras se arrastraron
y se enroscaron entre la multitud,
siseando, pero sin picar –y fueron muertas para ser alimento:
y la Guerra, que por un momento se había ido,
se sació otra vez–; una comida se compraba
con sangre, y cada uno se hartó, resentido y solo
atiborrándose en la penumbra: no quedaba amor;
toda la Tierra era un solo pensamiento
y ése era la muerte,
inmediata y sin gloria; y el dolor agudo
del hambre se instaló en todas las entrañas
–hombres morían–, y sus huesos no tenían tumba,
y tampoco su carne;
el magro por el magro fue devorado,
y aún los perros asaltaron a sus amos,
todos salvo uno.
Y aquel fue fiel a un cadáver, y mantuvo
a raya a las aves y las bestias y los débiles hombres,
hasta que el hambre se apoderó de ellos,
o los muertos que caían
tentaron sus delgadas quijadas; él no se buscó comida,
sino que con un gemido piadoso y perpetuo
y un corto grito desolado, lamiendo la mano
que no respondió con una caricia, murió.
De a poco la multitud fue muriendo de hambre;
pero dos de una ciudad enorme sobrevivieron,
y eran enemigos; se encontraron junto
a las agonizantes brasas de un altar
donde se había apilado una masa de cosas santas
para un fin impío; hurgaron,
y temblando revolvieron con
sus manos delgadas y esqueléticas
en las débiles cenizas, y sus débiles alientos
soplaron por un poco de vida, e hicieron una llama
que era una burla; entonces levantaron
sus ojos al verla palidecer, y observaron
el aspecto del otro –miraron, y gritaron, y murieron–.
De su propio espanto mutuo murieron,
sin saber quién era aquel sobre cuya frente
la hambruna había escrito Enemigo.
El mundo estaba vacío,
lo populoso y lo poderoso –era una masa,
sin estaciones, sin hierba, sin árboles, sin hombres, sin vida–
una masa de muerte, un caos de dura arcilla.
Los ríos, lagos y océanos estaban quietos,
y nada se movía en sus silenciosos abismos;
las naves sin marinos yacían pudriéndose en el mar
y sus mástiles bajaban poco a poco; cuando caían
dormían en el abismo sin un vaivén.
Las olas estaban muertas; las mareas estaban en sus tumbas,
antes ya había expirado su señora la Luna;
los vientos se marchitaron en el aire estancado,
y las nubes perecieron; la Oscuridad no necesitaba
de su ayuda. Ella era el Universo.
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Escrito por Redacción