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Inglaterra ha sido históricamente un referente obligado del capitalismo industrial, paradigma suyo, hasta que el cetro le fue arrebatado por Estados Unidos (EE. UU.). Se sabe que ya desde 1349 existían regulaciones del trabajo asalariado, evidencia de capitalismo aunque fuera incipiente; a partir del siglo XVI, mediante los enclosures o cercados, que alcanzaron su apogeo en el siglo XVIII con las “leyes de cercamiento”, los terratenientes despojaban a los campesinos de sus tierras en donde producían alimentos con el fin de dedicarlas a una actividad más redituable: la cría de ovejas para obtener lana como materia prima industrial; Tomás Moro refirió en Utopía que “las ovejas devoran a los hombres”, criticando así los métodos aplicados por el incipiente capitalismo lanero inglés. Desde finales de la Edad Media, la lana inglesa era enviada a Flandes en donde existía ya la industria capitalista en su forma primitiva, que posteriormente cedería su lugar a la manufactura; pero cuando Inglaterra inició su propia industria textil, hasta rebasar a Flandes y ponerse a la cabeza, se invirtió la relación comercial: fueron prohibidas las exportaciones de lana para garantizar el abasto de materia prima en la propia industria inglesa, favorecida adicionalmente por el arribo de tejedores huidos de Flandes; incluso se tuvo que importar lana de España.
Así, la inglesa fue una economía atrincherada. En 1689 se establecieron las leyes cerealeras, reforzadas después en 1815, y que protegían la agricultura contra las importaciones baratas del continente, obligando a la población y a los industriales a comprar alimentos y materias primas agrícolas más caras a los ineficientes landlords ingleses; por eso los empresarios exigieron derogar el ordenamiento, enarbolando la bandera del “libre comercio”. Se trataba ahora de abrir la economía, reclamo planteado ya desde Smith y Ricardo, pero que cobró particular fuerza con la Liga Anticerealera de Mánchester; finalmente, en 1846, el gobierno del primer ministro tory Robert Peel (hijo de un próspero empresario textil) eliminó el proteccionismo; por cierto, aquel viraje costó a Peel la inmediata pérdida de su cargo. Con la derogación de las corn law perdían los terratenientes, antes dueños del parlamento, y ganaban los industriales, al poder importar cereales más baratos de Europa y EE. UU., que iban abaratar el costo de las materias primas y también de los alimentos y otros bienes de consumo de los trabajadores, con lo que se reducía el salario y aumentaba la ganancia empresarial. Poco después, en 1874, veía también su fin la Compañía de las Indias Orientales, el histórico monopolio del comercio británico con Oriente. Derrotado el mercantilismo proteccionista, triunfaba el librecambio, pero no fue algo fortuito: recién había concluido la Revolución Industrial, que otorgaba a Inglaterra la supremacía comercial indisputable.
La Revolución Industrial tuvo su auge en la segunda mitad del siglo XVIII, hasta culminar alrededor de 1830 con la puesta en marcha del primer ferrocarril. Se generalizó el uso de la máquina de vapor y se implantaron la cadena de montaje y la producción en serie; el taller artesanal y la manufactura fueron desplazados por la fábrica. Vinieron luego, ya en el siglo XIX, la navegación a vapor y el ferrocarril, con el consiguiente aumento en la velocidad de desplazamiento y de volumen de carga movilizada. La Revolución Industrial dio un formidable impulso a la intensificación del trabajo y se elevaron considerablemente la productividad y la competitividad, abaratando las mercancías. Fue solo entonces cuando inició la era del libre comercio. Inglaterra se coronaba como “la fábrica del mundo” e invadió los mercados de Europa, Asia, Medio Oriente, Latinoamérica y África. En una palabra, se mantuvo protegida mientras sus empresas se desarrollaban, y se abrió cuando pudo alcanzar una ventaja que le haría dueña segura del mercado mundial.
Pero dicha estrategia no sería para siempre: estaba determinada por las circunstancias y los intereses de las grandes empresas. La economía mundial se mantuvo abierta hasta la Gran Depresión de 1929, cuando se contrajeron la producción y el comercio; entonces, para proteger los mercados nacionales, resurgió el proteccionismo: el 17 de junio de 1930, EE. UU. dio el primer paso, al promulgar la ley Smoot-Hawley, que imponía elevados aranceles a más de 20 mil productos importados; los demás países industrializados respondieron en términos similares. Pero aquello tampoco sería eterno y, en los años setenta, el capitalismo mundial, guiado por los nuevos liberales y respondiendo a los intereses de las grandes potencias, en un soberano acto de pragmatismo, adoptó nuevamente el libre mercado y obligó a los países pobres a eliminar aranceles y otras barreras a las importaciones. En Latinoamérica se desmanteló el modelo de sustitución de importaciones, en vigor desde los años cuarenta, y se le sustituyó por el neoliberal. Ronald Reagan y Margaret Thatcher encabezaban la nueva política.
En nuestros días parece que, en movimiento pendular, la tendencia es de nuevo hacia el proteccionismo, presionado por la falta de crecimiento y la reducción de mercados para colocar la excesiva producción; la saturación de capitales de los países ricos que se enfrentan entre ellos para encontrar dónde invertir; el arribo a Europa y EE. UU. de grandes masas de inmigrantes procedentes de países empobrecidos por el saqueo a que han sido sometidos por la propia economía imperialista. Esto ha dado lugar al resurgimiento de políticas opuestas a la globalización, a la integración de países en bloques, como puede verse, además del Brexit, en Estados Unidos en la propuesta de Donald Trump de construir un muro para impedir el paso a los mexicanos, regresar las grandes empresas de nuevo a casa e imponer restricciones a las importaciones de China y México. Tendencias similares cobran fuerza creciente en Francia, Austria, Holanda y la propia Alemania, baluarte de la integración europea. Como consecuencia del estancamiento global, se recrudece la tendencia a cerrar y proteger las economías, pero a la par, como complemento y para controlar mercados, se aplican acciones, como el Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP por sus siglas en inglés, Transatlantic Trade and Investment Partnership), de sometimiento económico, que avasallan la soberanía nacional de los países débiles, en una nueva versión de colonialismo con el que las grandes potencias se preparan para enfrentarse entre sí. Pero éstas se encuentran ya en estado de franco agotamiento, afectadas por enfermedades como la recesión general, desempleo masivo, pobreza, desigualdad, violencia endémica, destrucción ambiental y otros padecimientos que ni la medicina de integración globalizadora, ni la de aislamiento proteccionista, pueden curar.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.