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La peste y la indiferencia
La cotidianidad se rompe y los individuos se agrupan para cuestionar sus conductas y tomar medidas que regulan su existencia cotidiana.
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Imaginemos una ciudad en la que únicamente nos aburrimos, donde nos hemos olvidado de nuestro entorno, nos dedicamos a “adquirir hábitos”; nada nos apasiona de la vida, solo pensamos en nosotros mismos y no nos preguntamos qué sucede a los demás.

Imaginemos que, casualmente, ocurre esto: el doctor Rieux sale de su casa, se encuentra con una rata muerta en el suelo, que este hecho (que no lo conmueve), que hace a un lado al animal y continúa su camino sin ninguna preocupación y sin advertir que aquello era el indicio de una peste.

Conforme pasa el tiempo, ese suceso se generaliza, pues no dejan de aparecer ratas muertas en toda la ciudad. Es entonces cuando la indiferencia se trueca en inquietud. Así lo cuenta Albert Camus: “Hasta ese momento nadie se había quejado más que como de un accidente un poco repugnante. Ahora ya se daban cuenta de que este fenómeno, cuya amplitud no se podía precisar, cuyo origen no se podía descubrir, empezaba a ser amenazador”.

En adelante, el autor muestra los efectos del insólito acontecimiento generado por los “emisarios infernales”: las ratas. La cotidianidad se rompe y los individuos se agrupan para cuestionar sus conductas y tomar medidas que regulan su existencia cotidiana. Gracias a algo extraordinario, los individuos que no vivían por cuenta propia, ni hablaban con su propia voz (sino que se diluían en el anonimato, siguiendo las normas externas sin reflexionarlas), retomaban el timón, recobraban su propiedad, volvían a ser; sabían entonces que vivir es involucrarse en los acontecimientos sociales. Ésta es la versión humanista del existencialismo que Albert Camus representa de forma clara en La peste.

La indiferencia denunciada por Camus es la muestra de que ésta nos posee inconscientemente, de tal modo que la mayoría de los individuos no la percibe y aun la defiende en el ámbito de una sociedad injusta. Pero los sucesos inauditos ocurren necesariamente y los protagonistas adquieren papeles nuevos. Detrás de estas nuevas máscaras, sin embargo, hay algo común (o debe haber): nuestro objetivo como sociedad.

Ante la casualidad, el objetivo común debe estar bien delimitado y generar un auténtico análisis; de lo contrario, nuestro papel transformador en la sociedad es momentáneo o contraproducente, tal como lo narra Antonin Artaud en El teatro y su doble: “Los sobrevivientes se exasperan, el hijo hasta entonces sumiso y virtuoso mata a su padre; el continente sodomiza a sus allegados. El lujurioso se convierte en puro. El avaro arroja a puñados su oro por las ventanas. El héroe guerrero incendia la ciudad que salvó en otro tiempo arriesgando la vida. El elegante se adorna y va a pasearse por los osarios…”. Nos encontramos con máscaras completamente contradictorias e imprevistas de acuerdo con los papeles que anteriormente jugaban dichos hombres.

Éste es un peligro, pues detrás de las nuevas máscaras no hay ninguna identidad personal, ni mucho menos hay algo común que las fundamente: subyacen únicamente máscaras resecadas que no conllevan una elevación del espíritu individual ni de la sociedad; son máscaras que se instauran con la miseria del sistema económico dominante.

Si observamos la historia, hallaremos todos los estragos que han generado el impulso irracional y la servidumbre al comercio. Los “pequeños incidentes” acumulados han ocasionado un gran derrumbe, como en el caso de la peste. Igual que antes, el futuro nos acecha y no estamos preparados para afrontar las crisis que sobrevienen. No vale la pena continuar sumidos o solo quejándonos del marasmo, del tedio y la necedad. Rompamos la historia hasta ahora contada, signifiquemos el tiempo vano, salvémonos con nuestra fuerza colectiva.


Escrito por Betzy Bravo

colaboradora


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