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Desde adentro
Está bien que quien comete un crimen, sea castigado y se le obligue a reparar el daño; pero los castigos no llegan a todos: los políticos de todos los colores que se roban el dinero del pueblo no suelen pisar la cárcel.
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Aunque entre la Utopía de Tomás Moro y Los Miserables de Víctor Hugo median 300 años, los temas de ambas obras coinciden en un problema fundamental del hombre: la aplicación de la justicia. A través de sus personajes, dejan ver que para las clases explotadas, las leyes no solo se aplican con rigor, sino con penas inhumanas. 

Jean Valjean fue condenado a pasar toda su juventud en las mazmorras por robar una pieza de pan. Esta misma pobreza, ignorancia y mendicidad es la que vive la población mexicana; por eso nadie debe extrañarse de la semejanza entre las denuncias que tales pensadores hicieron del capitalismo en su tiempo y las condiciones en que este sistema económico mantiene hoy a las masas populares.

La moral y la pobreza son una mala combinación. Ante la imposibilidad de obtener ingresos suficientes con trabajos honrados para satisfacer sus necesidades reales o ficticias creadas por el consumismo que fomentan los medios de comunicación–, los jóvenes ven en el crimen organizado una atractiva oportunidad al descubrir que los grandes criminales amasan enormes fortunas en poco tiempo, gozan de lujos excesivos y de impunidad.

Los negocios ilegales atraen a muchos competidores, quienes al tratar de apoderarse del mercado generan la extrema violencia que ahora padecemos. Esta violencia alcanza ahora niveles insostenibles y los asesinatos son tan frecuentes que ya no son noticia; igual ocurre con la secuela inmediata de este fenómeno: las cárceles están sobrepobladas y, al igual que los muertos, la mayoría de los reclusos proviene de las masas empobrecidas.

Hay que precisar, sin embargo, que la mayoría de quienes integran la población penitenciaria del país no proceden de la delincuencia organizada, sino de la comisión de delitos, como el atribuido a Jean Valjean, porque la mayoría de ellos no tuvieron dinero para defenderse. En su novena edición, el Censo Nacional de Gobierno, Seguridad Pública, y Sistema Penitenciario Estatales, efectuado por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) en 2018, reveló que en la República había 181 mil 999 personas encarceladas y que el 95 por ciento de éstas eran hombres.

Existe una vasta literatura sobre la vida de los reclusos en México. Si contamos sus historias desde adentro, podemos enterarnos que sus supuestos delitos eran simples faltas administrativas que no ameritaban encarcelamiento; que muchos fueron obligados a inculparse y que los procesos jurídicos que les aplicaron fueron incorrectos del todo. Caer en las cárceles mexicanas es como caer en el infierno de Dante.

Los relatos de la vida carcelaria coinciden con los datos aportados por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH): la mayoría de los reclusorios padecen hacinamiento; las celdas de cuatro por cuatro metros albergan hasta 11 presos; éstos son obligados a “convivir” violenta y hasta sexualmente dentro o fuera de estos espacios y a soportar 12 horas un retrete con heces.

En las prisiones impera la ley del más fuerte y, como conviven lo mismo sentenciados por delitos graves que por delitos menores, el dinero permite a quienes lo poseen el privilegio de conseguir todo: alcohol, drogas y sexo, ante la pasividad de custodios y vigilantes. Al interior de los centros penitenciarios los grupos delictivos luchan por el control del mercado interno; ésa es la causa de las frecuentes riñas y asesinatos.

Sobra decir que este ambiente de tensión entre los presos de la delincuencia organizada es eventualmente compartida por los encarcelados que no deberían estar en prisión, quienes, además de purgar sanciones por delitos que no cometieron, tal es el caso de un preso que cumple varios años de cárcel, acusado por un policía corrupto de robar dos mil 550 pesos. Los presos aprovechan la mayor parte de su tiempo en buscar la forma de enviar dinero a sus familias y de cumplir con los quehaceres que les imponen para salir lo antes posible de la cárcel por buena conducta,  aunque en la mayoría de los casos no lo consiguen.

Está bien que quien comete un crimen, sea castigado y se le obligue a reparar el daño; pero los castigos no llegan a todos: los políticos de todos los colores que se roban el dinero del pueblo no suelen pisar la cárcel.

Las prisiones no rehabilitan a nadie; por el contrario, malean más a quienes caen en ellas. El mayor problema se halla en la estructura social y económica del sistema que engendra criminales. Esto fue abordado por Tomás Moro cuando escribió: “porque, decidme: si dejáis que sean mal educados y corrompidos en sus costumbres desde niños, para castigarlos ya de hombres, por los delitos que ya desde su infancia se preveía tendrían lugar, ¿qué otra cosa hacéis más que engendrar ladrones para después castigarlos?”.


Escrito por Capitán Nemo

COLUMNISTA


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