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Mil noches tardó la erudita Sahrazad en aplacar la sed de venganza y obtener el perdón del Emir de los Creyentes para las mujeres de su pueblo; para lograrlo, echó mano al legendario compendio narrativo al que había tenido acceso, repleto de leyendas, proverbios y relatos del antiguo mundo. Cuenta la leyenda que el joven poeta árabe Abu Nuwas pidió permiso a su mentor para escribir un poema propio; el maestro le impuso como condición que aprendiera mil poemas; muchos años después, cumplida la tarea, volvió para conseguir el anhelado permiso, obteniendo como respuesta una segunda encomienda: olvidar antes esos mil poemas. Hacia fines del primer milenio de la era cristiana, el poeta persa Abu Mansur Daqiqi moría después de completar los primeros mil versos del Shahnameh o Libro de los Reyes, compendio de historia, folklor y leyendas persas. Y en el apogeo del Japón feudal, de 794 a 1192, aparecería el Manyoshu o Libro de las Diez Mil Hojas, antiguo y significativo compendio poético de su tiempo.
En torno al número mil (y a sus múltiplos), con la connotación de abundancia, extensión, demasía, infinitud e hito alcanzado en la tarea, han tejido su argumento poetas, dramaturgos y narradores de todos los tiempos. El gran Lope de Vega arengará enfático contra el Amor por su constante engaño y su elusiva conducta:
Amor, mil años ha que me has jurado
pagarme aquella deuda en plazos breves;
mira que nunca pagas lo que debes,
que esto solo no tienes de hombre honrado.
En la España del Siglo XVI, el militar, humanista y poeta Diego Hurtado de Mendoza usará el número mil para referirse a la tortura interminable de no poder expresar una violenta emoción a través de la palabra.
Mil veces callo que mover deseo
el cielo a gritos, y mil otras tiento
dar a mi lengua voz y movimiento,
que en silencio mortal yacer la veo.
El renacentista español Hernando de Acuña echará mano de la cifra para describir la intensidad de los celos:
¡Oh celos, mal de cien mil males lleno,
interior daño, poderoso y fuerte,
peor mil veces que rabiosa muerte,
pues bastas a turbar lo más sereno!
Las lágrimas se tasan por millares para Hernando de Acuña; también los suspiros, los males, y las penas. La idea de eternidad, de infinitud de las desgracias, también la expresa con este número:
De mil suspiros vais acompañadas,
y por tan gran razón seréis vertidas,
que si mi vida dura por mil vidas,
jamás espero veros acabadas.
Y con ambientación marinera, trasatlántica y belicosa, Acuña se reconoce en el bando de los amantes contumaces que, habiendo escapado del tormento del amor, rompen su promesa incontables veces y se embarcan una y otra vez por las aguas procelosas de la pasión.
Mil veces de tu mano me he escapado
y al punto de la muerte y fin venido,
y tantas he tornado y te he seguido,
Amor, y nunca quedo escarmentado;
mil veces he propuesto y he jurado
de no seguir tu bando y tu partido,
viéndome en tu poder triste y perdido,
y tantas mi palabra y fe he quebrado.
En el Siglo de Oro, el aventurero Gutierre de Cetina, quien cantara a la hermosa de los Ojos claros, serenos y terminara sus días en la ciudad de Puebla, herido en un duelo bajo el balcón de la amada, compara los peligros inmensos que acechan al viajero con las infinitas formas del miedo que se alojan en el espíritu humano.
en el golfo hay mil monstruos que el mar cría,
mi recelo mil monstruos ha criado;
Y sin acusar el desgaste de varios milenios en la poesía de ultramar, el número mil atracó en las playas de la poesía hispanoamericana; abundan los ejemplos, pero hoy tomaremos solo dos poemas del peruano César Vallejo (1892-1938), uno de los mayores exponentes de la vanguardia en el Siglo XX. En La de a mil canta a un humilde vendedor de billetes de lotería; el “suertero”, quien ofrece una ilusión que hace tiempo él mismo perdió; envejecido, maltrecho por las privaciones a que se enfrenta el hombre común, recuerda al poeta la imagen de un dios bohemio y cruel que se ha disfrazado para recorrer las calles y observar si la humanidad sigue creyendo en la suerte.
El suertero que grita “La de a mil”
contiene no sé qué fondo de Dios.
Pasan todos los labios. El hastío
despunta en una arruga su ya no.
Pasa el suertero que atesora, acaso
nominal, como Dios,
entre panes tantálicos, humana
impotencia de amor.
Yo le miro al andrajo. Y él pudiera
darnos el corazón;
pero la suerte aquella que en sus manos
aporta, pregonando en alta voz,
como un pájaro cruel, irá a parar
adonde no lo sabe ni lo quiere
este bohemio dios.
Y digo en este viernes tibio que anda
a cuestas bajo el sol:
¡por qué se habrá vestido de suertero
la voluntad de Dios!
Masa es uno de los más conocidos poemas de César Vallejo; aquí, por fin, el número mil se ha convertido en colectivo, en unidad indisoluble entre los hombres, que se fusionan en una invencible multitud unánime para levantar al combatiente caído y echar a andar con él hacia la inmortalidad.
Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: “¡No mueras, te amo tanto!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Se le acercaron dos y repitiéronle:
“¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando “¡Tanto amor y no poder nada
[contra la muerte!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común: “¡Quédate, hermano!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Entonces, todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar...
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.