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Parece que ha quedado absolutamente claro, por las declaraciones del presidente de Estados Unidos (EE. UU.), Joseph Biden, que el conflicto entre Rusia y Ucrania es realmente un conflicto entre su país y un nuevo bloque hegemónico de poder. Si hay algo que revele con más certeza el miedo y el terror de la élite estadounidense hacia la inevitable transformación que hoy se está dando en la estructura hegemónica universal, son las declaraciones del presidente de EE. UU., quien, en sus provocativas y groseras expresiones contra sus homólogos de Rusia y China, encontró la única posible y digna salida al adiós de su país como potencia mundial.
La bravuconería, altanería y agresividad de Biden parecen el único medio de intimidación que le queda al imperio decadente. No se puede juzgar a nadie por lo que expresa de sí mismo; la fuerza y el poder se demuestran a sí mismos realizándose; y si alguien tiene que salir a aclarar que sigue conservando ambas potencias, es porque, en definitiva, ya no las tiene.
Desde 1992, apenas finalizada la Guerra Fría, EE. UU. resintió los efectos del desgaste económico. A sabiendas del desarrollo de una economía en ascenso, como la china, y consciente de su propia decadencia, comenzó a preparar una ofensiva que hoy pierde su carácter subterráneo y cobra forma ante los ojos del mundo. En 1992, el Departamento de Defensa cambió su táctica para mantener en sus manos, parafraseando la fanfarronada de Biden, “el nuevo orden mundial que habrá que liderar(…) el Pentágono anunció que su estrategia consistiría, en adelante, en «impedir la aparición de cualquier competidor potencial en la escena mundial»” (Le Monde diplomatique, marzo de 2022).
Veinte años después, EE. UU. vio que se marchitaban sus glorias pasadas y, sobre todo, que emergía con incontenible y sorprendente vigor una nueva potencia. Por ello, en 2011, la administración de Barack Obama reconoció que era necesario orientar todos los esfuerzos de esa nación a detener a China antes de que fuera demasiado tarde: “En una reunión secreta celebrada en el verano de aquél mismo año (2011), la Administración de Obama decidió retractarse y asignar una mayor importancia estratégica a la rivalidad con China que a la guerra contra el terrorismo. Este nuevo enfoque, conocido como el pivote asiático, fue anunciado por el presidente estadounidense en Canberra, durante su discurso ante el parlamento australiano, el 17 de noviembre de 2011” (Ibíd.).
El pasado 18 de marzo, según un comunicado de la Casa Blanca, Biden advirtió al presidente de China, Xi Jinping, sobre las “consecuencias” de ayudar a Rusia en el conflicto. El comunicado en sí no es muy claro; inclusive la versión de la agencia estatal china Xinhua no advierte nada con respecto a estas “advertencias”. Únicamente podemos aclarar que tienen más que ver con el temor y el creciente respeto al poder del gigante asiático que con la forma de “ultimátum”, que la prensa estadounidense pretende darle.
La razón de esta explicación es solo una: EE. UU. no está ya en condiciones de ultimar a China. Consideremos únicamente que el segundo acreedor de la deuda estadounidense, solo después de Japón, es China, con más de un billón de dólares. ¿Está el país más endeudado del mundo en posibilidad de imponer condiciones? ¿Puede hacerlo, además, sobre uno de sus más importantes acreedores? Biden tiene razón al intentar negociar con China, a la que considera una «amenaza constante» frente a la cual habría que reconfigurar las fuerzas estadounidenses” (Ibíd.). Pero no tiene razón en pretender amenazar a la mayor potencia económica del mundo con sanciones o agresiones que afectarían con mucha mayor dureza a la economía y al pueblo de EE. UU.
Hasta ahora, la burbuja estadounidense se sostenía por el consumismo de las masas; en la exportación de sus problemas internos hacia el exterior; en torno a la creencia legítima que parecía existir en su población sobre la supremacía de EE. UU. por encima de la política mundial. Pero hoy las condiciones son muy diferentes y no solo el mundo duda de la hegemonía estadounidense y la nación misma nota en carne propia que el “sueño americano” se desvanece o se vuelve pesadilla.
¿Convendrá a EE. UU. amenazar a Rusia desde Occidente con fuerzas que cada vez dudan más en seguir alineadas a un régimen en decadencia?
Rusia sabe lo que representa; las medidas del presidente Vladímir Putin no pudieron ser tomadas a la ligera y, sobre todo, sin el consentimiento de China. Si hoy la mayor nación de la desaparecida Unión Soviética se atreve a dar un paso adelante es precisamente porque conoce su fuerza, la de sus aliados y, sobre todo, la de su enemigo. Posiblemente, el gobierno de EE. UU. deba repensar el siguiente paso antes de arriesgarse a una catástrofe de consecuencias fatales.
Las amenazas y las bravuconadas muy difícilmente surtirán efecto.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).