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La sociedad capitalista cosifica a la humanidad; es decir, los hombres en esta sociedad –que mercantiliza casi todo– aniquila todo sentido humano de existencia al convertir los anhelos de vivir como un acto simple de comprar y despilfarrar; todo ello en consonancia con una producción extremadamente disciplinada (en el interior de una fábrica u otros centros de trabajo), cercenando lo creativo en favor de lo monótono y rutinario. En suma: un sistema que produce miseria material en cantidades monstruosas y miseria espiritual. No es que la ignorancia aparezca por vez primera en la historia; es que la ignorancia se multiplica en tiempos en que las condiciones para abatirla (escuelas, universidades, tecnología, ciencia, etc.) han alcanzado un desarrollo prominente. Somos la era de la información ilimitada y, simultáneamente, de la ignorancia funcional generalizada.
Además, nuestra sociedad se entrega cada vez más a las pasiones del espectáculo televisivo y cibernético. Lo importante es desplazado por lo divertido; y de este modo, la opinión pública es manipulable en grado sumo. La rebeldía se simplifica al aislarla en las redes sociales y satanizando (por el escarnio o la descalificación) al que se manifiesta en la realidad. En pocas palabras, enajenación.
Para Marx, este aletargamiento de la conciencia es indispensable para mantener las ofensivas fortunas de los multimillonarios. La clase que está en condiciones para romper con ese deplorable estado es el proletariado (al frente de las demás clases explotadas); sí, el más miserable materialmente, el más alejado de los centros de pensamiento y de la alta cultura. Sin embargo, por sí misma, esta clase no puede romper con ese cerco enajenante. Requiere de “organizar la conciencia”, como escribía José Revueltas, a través de su partido; uno que tenga como labor sustancial la concienciación, el despertar político mediante el conocimiento del funcionamiento del sistema económico; del origen concreto de sus problemas y de su participación constante e inteligente en política; un partido que no esté hecho en la misma consonancia de los otros partidos burgueses, empecinados en adquirir únicamente, y a como dé lugar, puestos en la administración pública.
Si bien la labor fundamental de este partido de los proletarios es educar políticamente a los desplazados del progreso, su tarea debe estar respaldada también por una robusta difusión del arte y la cultura. Esto se debe a que la creación artística es una acción de inteligencia pura y su goce pleno requiere de una conciencia no adormecida; de ahí que sea falso aceptar que la divulgación del arte deba limitarse a la presentación de espectáculos. El arte, como ocurre en la política, no es un acto contemplativo, sino eminentemente participativo. Esto es, que los trabajadores aprendan arte mediante su práctica continua. En esto reside el problema esencial del arte en nuestros días: la elitización. Los artistas aspiran a ser vanagloriados por el espectáculo frívolo; su vocación no tiene horizonte ético y mucho menos político.
Para lograr este vínculo entre pueblo y arte se requiere de artistas populares. Que tengan presente que la educación artística le hace bien al arte, pues éste se renueva al ser masificado, ya que encontrará nuevos horizontes y reformulaciones: alma misma del quehacer artístico; al propio tiempo, esta labor cultural entre los pobres colaborará con el cambio político, pues el pueblo que hace y goza del arte, es altamente susceptible a la acción política revolucionaria.
De esta hechura eran, precisamente, Berenice Bonilla y Omar Abit Lugo. Ambos provenientes de los sectores más humildes de nuestro país, educados en esta mística por el Movimiento Antorchista Nacional, entregaron su vida al profesionalizarse como artistas y establecer un fuerte compromiso social con su clase social. Es decir, una vez formados como artistas, no pensaron en su carrera como un camino para el enriquecimiento personal o a la fama fútil.
Por el contrario, entregaron su vida, desde sus primeros años, a los más ignorados. Infortunadamente, un accidente les arrebató la vida cuando recaudaban fondos en la vía pública para que sus grupos culturales participaran en un prestigioso encuentro de folklor. Aquí el accidente oculta la incompetencia de las autoridades locales y nacionales al negar en más de una ocasión el apoyo para la culturización de las comunidades marginadas. Aunque el deceso nos lastimó a muchos, nos alienta su ejemplo: enseñar al otro, al necesitado, nos asegura un lugar en la historia del mañana. Requiescat in pace.
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Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl
Columnista