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Tiene sentido el cambio institucional cuando es para mejorar, lo cual se aprecia en los resultados. Según Douglass North, premio Nobel de Economía 1993, las instituciones son “las reglas del juego en una sociedad o, más formalmente, las restricciones ideadas humanamente que dan forma a la interacción humana”; establecen obligaciones, derechos y oportunidades; certeza en las transacciones y la propiedad. Serán eficientes aquellas que fomentan crecimiento y desarrollo; caso contrario deben cambiarse, superándolas, no en vulgar abuso de poder que dinamita el marco institucional y el Estado de Derecho. Sin institucionalidad impera la ley de la selva, donde pierden los débiles.
El Estado de Derecho es: “un principio de gobernanza en el que todas las personas, instituciones y entidades, públicas y privadas, incluido el propio Estado, están sometidas a leyes que se promulgan públicamente, se hacen cumplir por igual y se aplican con independencia, además de ser compatibles con las normas y los principios internacionales de derechos humanos. Asimismo, exige que se adopten medidas para garantizar el respeto de los principios de primacía de la ley, igualdad ante la ley, separación de poderes, participación en la adopción de decisiones, legalidad, no arbitrariedad, y transparencia procesal y legal” (ONU). Todo esto es hoy objeto de brutal demolición por parte del gobierno (ejemplos, la guerra contra el INE y la ampliación del mandato del presidente de la Suprema Corte de Justicia). ¿Y para qué fin? Según los voceros oficiales, para defender la “Cuarta Transformación”, amenazada por “los conservadores”. Pero vamos con calma.
¿En qué consiste, en materia económica, la “Cuarta Transformación”? Ni sus ideólogos atinan a definir exactamente qué están construyendo: en realidad se asemeja mucho a la torre de Babel. Pero sí se destruye, mas no para mejorar, que sería lo deseable, sino para precipitar la economía al abismo: fuga de capitales, caída de la inversión, del crecimiento y la recaudación fiscal; un desastre asociado a una política hostil a la inversión privada, pero solo a ciertos capitales, pues la 4T tiene sus empresarios favoritos.
Este gobierno aparenta ser enemigo del capital, confusión alimentada por muchos de sus críticos, pero López Obrador no es socialista; vaya, ni siquiera keynesiano; si fuera esto último, por ejemplificar, promovería gasto público contracíclico, que se expande cuando la inversión privada retrocede y la economía decrece, en busca de la reactivación promoviendo empleo y estimulando la demanda: hoy solo ha aumentado uno por ciento el gasto frente a la pandemia para apoyar la recuperación y salvar a las pequeñas empresas.
Aunque su visión económica es ecléctica nald Reagan y George W. Bush los redujeron, y aquí se respeta este régimen fiscal regresivo bajo cuya sombra crecen pasmosamente las grandes fortunas y aumenta la pobreza. Asimismo, los programas asistenciales, presentados como novísima idea, fueron creados por el neoliberalismo para atenuar sus consecuencias sociales más devastadoras y reducir la inconformidad social; así nacieron Solidaridad, Progresa, Oportunidades y Prospera. Lo nuevo es que hoy no tienen sustento en el crecimiento, están pésimamente administrados, envilecidos y reducidos a la simple compra de votos. Es el de López Obrador, pues, un neoliberalismo vergonzante.
Y pretende diferenciarse, mimetizarse, para adormecer la conciencia social, mediante algunas políticas y programas hijos de la nostalgia, concretamente del modelo de Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI) –aplicado desde fines de los años cuarenta por Raúl Prebisch y la CEPAL–, que en sus inicios promovió el progreso y que en México imperó hasta el gobierno de José López Portillo. Pero la de hoy es una mala copia, un anacronismo que no guarda relación con la realidad actual (eso se deja ver, por ejemplo, en el aferramiento a una política energética obsoleta y en el rechazo a las energías limpias), y exhibe una ignorancia supina de cómo terminó el modelo ISI, a finales de los setenta y principios de los ochenta, en inflación, fuga de capitales, etc., en una profunda crisis en 1982, incluida la de la deuda que, hoy también, temprano todavía en el sexenio, crece amenazante, como evidencia de lo artificial de un proyecto sin base económica sustentable, incapaz de sostenerse por sí solo.
López Obrador pretende crear una quimera económica: subordinada al imperio y sus transnacionales, y a la vez, aferrada al ya superado modelo ISI. Dice la tesis clásica: la historia se repite; la primera vez como tragedia, la segunda como farsa. Olvida que la economía, como toda ciencia, está sujeta a leyes de férrea vigencia –como la ley general de la acumulación– que no admiten caprichos ni ocurrencias, y cuya transgresión cuesta cara. Movido por un obcecado voluntarismo, el Presidente las desdeña (por ejemplo, al declarar por olímpico decreto ¡que aquí el neoliberalismo se acabó!), y en esa política aventurera pagan justos por pecadores, en más pobreza, desempleo, enfermedad y crimen.
Es verdad histórica que, en su evolución, las sociedades no pueden quemar etapas. México no ha tenido un desarrollo propio y vigoroso; 300 años de freno colonial impuesto por la política mercantilista española nos dejaron como herencia un capitalismo enfermizo, distorsionado, subordinado a la economía global imperialista, a remolque de Estados Unidos (en lo cual destaca la 4T), en ciertos sectores incluso como economía de enclave. Lograr un desarrollo capitalista pleno e independiente exige, como un factor fundamental, ciencia y tecnología, pero el gobierno desmantela el aparato científico. Así se sustrae a México del desarrollo capitalista, anclándolo en el pasado.
Tantos desatinos y fracasos obedecen a la falta de un diagnóstico serio, científicamente fundado, cuyo sustituto es una interpretación maniquea y mística, que atribuye los problemas a causas morales: la lucha entre el bien (representado, obviamente, por el gobierno) y el mal; todo se explica por un malévolo comportamiento personal, la corrupción; nada que ver con el análisis estructural. Fiel a su espejo diario, el Presidente incurre en la temeridad de pretender modificar la ciencia afirmando que la riqueza no proviene del trabajo no pagado (ésta es economía apologética), sino de la corrupción. Pero si el diagnóstico es equivocado, consecuentemente también lo será el tratamiento de ahí derivado, y el mal se agravará. El Presidente ofrece una solución moralista, como su Cartilla Moral. Ironías de la historia: Miguel de la Madrid, pionero del neoliberalismo mexicano, tuvo por lema, también, “la renovación moral de la sociedad”. Se ignora que la moral es elemento de la superestructura ideológica de cada sociedad, y que no se puede “purificar” con la simple prédica sin atender las condiciones que generan los comportamientos. Precisamente a esto último rehúye la 4T, y para cubrirse recurre a retorcimientos lógicos y revolturas teóricas, en desesperado intento por evadir los problemas de fondo, destacadamente la distribución de la riqueza, cuya atención le pondría en conflicto con los poderosos y la acumulación. He ahí el verdadero problema, que no puede ser resuelto con poses, conjuros y discursos. Solo la voluntad unida de los afectados podrá enfrentarlo.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.