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Los monstruosos y fantásticos animales de la guerra
El capítulo 23 de El encargo ofrece una muestra tanto de su consciente escritura desordenada como de su contenido antibélico y antiimperialista, que se hace evidente a pesar de que su autor la concibió como una obra de ficción policial ajena a cualquier intención político-ideológica. Ésta, sin embargo, es por demás obvia en la descripción de un espejismo en el que los protagonistas (La F, Polifemo y Aquiles) se enfrascan en un pleito escenificado en un “cementerio” de vehículos y armas de guerra ubicado cerca de la zona arqueológica de Al-Hakim.
En esta escena, Aquiles –el piloto gringo de la Guerra de Vietnam– persigue a La F con intención de violarla y matarla, pero cuando un ágil giro defensivo de la víctima provoca su caída en tierra, el genocida se levanta sorprendido, aterrado o, quizás, aún afectado por el consumo de drogas que, al igual que muchos de sus compañeros, debía consumir para no darse cuenta de sus crímenes contra la población civil vietnamita.
Así describe Dürrenmatt la revelación de Aquiles: “…se queda mirando fijamente los cadáveres de acero americanos, alemanes, rusos, checos, israelíes, suizos, franceses e italianos, aparatos de los que empezó a salir vida, pues de los carros de combate oxidados y de los carros de reconocimiento destruidos emergieron varios operadores como animales fantásticos, destacándose sobre la ardiente luz plateada del universo, el jefe de servicio secreto surgió de entre los restos abollados de un SU 100 ruso, mientras de la torre de mando de un Centurión calcinado saltó, como leche que se derramase, el jefe de la policía en su uniforme blanco, todos habían observado a Polifemo y se habían observado unos a otros, y de pronto, mientras los operadores filmaban de pie en las torretas acorazadas, en las planchas de blindaje y sobre las orugas de los carros, y los técnicos de sonido lanzaban sus anzuelos por lo alto y de través, Aquiles, alcanzado por un segundo disparo, se lanzó a atacar en su imponente un vehículo tras otro, rodando a tierra por efecto de los puntapiés y quedando una y otra vez tumbado de espaldas, luego se revolcó, se puso de pie, avanzó jadeando hacia el todo terreno, las dos manos pegadas al pecho, la sangre le corría entre los dedos, cayó nuevamente de espaldas alcanzado por un tercer disparo, siguió rugiendo versos de la Iliada en dirección a Polifemo, que lo estaba filmando, volvió a incorporarse, fue atravesado por una descarga de metralleta, cayó nuevamente al suelo y murió, al ver lo cual Polifemo, mientras todos lo filmaban y se filmaban unos a otros, puso en marcha su todo terreno y, describiendo una amplia curva en torno a los restos de los carros, se escabulló velozmente de quienes lo perseguían, que solo tuvieron que seguir las huellas, aunque también esto fue inútil, pues cuando al filo de la medianoche llegaron a pocos kilómetros de la estación, una explosión estremeció el desierto como un terremoto y una bola de fuego se elevó a lo alto”.
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Escrito por Ángel Trejo Raygadas
Periodista cultural