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Tiempo libre y entretenimiento son derechos ganados con gran esfuerzo para los trabajadores del mundo. A la vez, el sistema y las corporaciones obtienen enormes ganancias al dominar ese rubro desde el que inculcan sus valores. En la “industria del ocioˮ nada es inocente ni arbitrario; el objetivo es colonizar la mente de pasivos consumidores a través de contenidos que los inmovilicen política y socialmente. La consigna es invadir todos los espacios de solaz de los individuos, como se comprueba en México.
Todos los días, a toda hora y en todo el planeta, opera la estrategia capitalista político-ideológica destinada a influir en las percepciones de la sociedad. Lo hace en contenidos cinematográficos, televisivos, museísticos, bibliográficos y musicales, con elaboradas estructuras ideológicas que llegan hasta la comodidad del sillón en casa, la butaca en el cine o la visita a una exposición.
La gran industria del entretenimiento global moldea conductas en la “nueva normalidad”. Sin saberlo, millones de personas recurren a ella cuando buscan distracción y se convierten en rehenes de corporaciones que, a la vez, compiten entre sí por enormes ganancias.
Analizar las relaciones internacionales es percatarse de que el capitalismo recurre a la geopolítica del entretenimiento para ampliar su invasión a la vida de personas desde la más lejana aldea del mundo hasta las de la más cosmopolita urbe occidental. Es colonizar nuestra vida cotidiana e imaginarios en una operación no exenta de riesgos.
Pagar por manipular
Netflix. 208 millones de usuarios (mdu). En 2020 generó 25 mil mdd (24 por ciento más que el ciclo anterior y aumentó sus ganancias 47 por ciento, con dios mil 761 millones). Al otoño de 2021, tenía 29 millones más, según informe del Deutsche Bank. En EE. UU. tiene 70 millones de clientes.
Amazon Prime. 200 mdu,
*Disney+. 104 mdu. Al cumplir su primer año ya superó 100 mdu por tener derechos de Marvel
HBO y HBO Max. 64 mdu.
Tubi. 33 mdu.
Discovery+. 15 mdu.
Apple TV+. Compite con thrillers políticos (como Teherán, sobre una espía israelí en Irán).
Fusiones: El negocio es tan bueno que crea megaempresas cuyas fusiones se valoran en más de 10 mil millones de dólares. Tal es el caso de AT&T con Time Warner; The Walt Disney Company y Fox, o Viacom y CBS, según Bain & Company.
En un informe de enero, la calificadora J.P. Morgan advirtió a sus clientes que con las fusiones de macroempresas “ya se definieron las líneas del frente en la guerra del streamingˮ.
De lo sutil a lo brutal
Esa lógica imperialista del poder suave (softpower), de apariencia inocente y desinteresada, gana terreno al tradicional esparcimiento y privilegia lo mediático. Tal estrategia influye en el espectador hasta transformarlo en consumidor de ideología.
La técnica se afinó desde la Segunda Guerra Mundial, cuando los analistas sociales se interesaron en el derecho al esparcimiento y la recreación, pues cada vez más amplias comunidades accedían a esa actividad, explica la jurista Cecilia Mora Donatto.
Hoy se encienden las alertas porque el tiempo libre ya no es fuente de erudición o vivencias gratas, sino espacio de enajenación. Algunos de los artífices son los guionistas de las series televisivas, analistas de la sociedad y de la realidad global, así como fiables futurólogos, explica el internacionalista Doinique Moïsi.
Series y películas moldean estereotipos –en general de la cultura occidental– que absorben de forma acrítica los públicos, desde la Patagonia hasta Siberia. Desperdicio de agua y alimentos, violencia verbal y física, uso de drogas, obstinado racismo y clasismo llegan a los espectadores en lugar del esperado solaz.
La industria del entretenimiento utiliza a expertos en el comportamiento para desmovilizar al espectador ante la explotación industrial o la injusticia racial. Psicológicamente, lo induce a adoptar hábitos de conducta y consumo que no le eran propios.
Ver con morbo sediento la tragedia de alguien más; aceptar ser manipulados o no actuar ni ser empáticos ante tragedias o pérdidas que se exhiben, forma la no-cultura del entretenimiento que permea cada vez más, advierte la analista de Medium, Silvia Soto.
En historias que oscilan desde lo sutil a la más brutal ideologización, se estimulan repetidamente emociones que más tarde la audiencia concibe como propias. Estímulos fríamente calculados llegan al córtex cerebral de jóvenes y adultos para seducir a la audiencia que se convertirá en pasiva consumidora de hábitos y productos que reportarán a la industria miles de millones de dólares.
Todos los géneros (docu-serie, thriller, romántico o político) tienen componentes político-ideológicos. Ya sea que la historia se sitúe en Surcorea, Nueva York, Buenos Aires, París o en un zoco marroquí, el objetivo clave es penetrar la psique del espectador promedio.
Reafirmar el opresivo sistema imperial, expoliador y neoliberal es la clave. Así se logra con el discurso conservador, intensas escenas de violencia física y encuentros sexuales en un contexto de supuesta inconformidad con el sistema.
Si bien no falta el protagonista o alguien del elenco, que expresa frases como: “o pisas o te pisan”, “la moral no sirve de nada” o “si fracasas será porque no luchaste lo suficiente”. A la vez, se normaliza la violencia. Ejemplos sobran en las series: 12 horas para sobrevivir, El año de la elección o Juegos del Hambre.
El feroz sadismo social del capitalismo se evidencia en la serie El juego del Calamar de Hwang Dong-hyuk. A partir de juegos tradicionales infantiles, 456 deudores tienen oportunidad de saldar sus cuentas a cambio de jugarse la vida; los perdedores son asesinados. Pocos reflexionan en que tantos participantes exhiben la desigual sociedad surcoreana.
Para los participantes, el juego es la vía de desesperado escape del capitalismo, explica el analista político Eros Labara. Como en otros casos, el guion se enriquece con recursos tecnológicos que capturan al espectador.
Tal manipulación no es ajena en América Latina; ya en los años setenta se asociaba el uso de imágenes aparentemente inocuas con los mensajes de poder. Armand Mattelart y Ariel Dorfman, en su imprescindible ensayo Para leer al pato Donald, revelaron que historietas y programas infantiles como Plaza Sésamo, sentaban las bases de la neocolonización cultural estadounidense.
Amos del streaming
La radio fue líder del entretenimiento por medio siglo; y en los años cincuenta, la televisión asumió ese rol hasta que llegó Internet, al superar en audiencia, por su flexibilidad de horario y movilidad. Ahora, las plataformas que dan acceso a videos y audio previo pago (streaming), lucran con la sed mundial de distracción.
Tras esa creciente adicción están las corporaciones dueñas del negocio y del mensaje. Firmas como Netflix, HBO, Disney TV y Apple+ modelan ese negocio al acaparar el 70 por ciento del tráfico en la red. Ellas definen esa industria multimillonaria que apunta a futuros diversos de la libertad, advierte The Competitive Intelligence Unit.
Esos miles de millones de personas que, en busca de solaz y esparcimiento ingresan a las plataformas, no están conscientes de que son la fuente infinita de riqueza para esa industria. En plena era del SARS-COV2, en 2020, Netflix sumó unos 850 millones de abonados.
Los usuarios de esas plataformas se multiplican por tres o cuatro si se considera a miembros de la familia, amigos y colegas. De ahí que un tercio de la población del planeta está enganchada a una pantalla y al mensaje que desde ahí transmiten las empresas.
Se estima que, en 2025, los suscriptores serán más de mil millones y consumirán historias producidas al vapor. Entre 2020 y 2021 se estrenaron casi 550 series, por lo que algunos advierten que se saturará el mercado. “No se preguntan si sucederá, sino cuándo”, apunta la experta Ma. Antonia Sánchez-Vallejo.
Heroína mental
Expertos en neurociencias, sociología, antropología y filosofía alertan contra los contenidos. El director del Centro Internacional de Filosofía en Bonn, Markus Gabriel, advierte que el mundo está sometido a una “heroína mental’, cuando lo que hace falta es una revolución espiritual que dé paso a una sociedad más ética.
Otro riesgo es que la industria manipula los géneros. En sus series “históricas” impone su versión y presenta como hechos reales contenidos que distorsionan la realidad. Y si bien historiar no obliga a la fidelidad extrema, sí compromete a la veracidad.
Por ello no es casual que, cuando los españoles repudiaban los escándalos de corrupción de su rey emérito, Netflix lanzara la cuarta temporada de la serie The Crown, de Peter Morgan. Además de ser un canto a la monarquía más depravada, hay ficciones que engañan al espectador.
Es tal la tergiversación, que el ministro británico de Cultura, Oliver Dowden, exigió a la firma subrayar que es una serie de ficción. Netflix se negó. Nadie consideraría progresistas a las plataformas de streaming, cuyo repertorio contrabandea la ideología imperial y difama a personajes y procesos sociopolíticos libertarios.
Un caso es la serie de Sony El Comandante, que denigra al presidente Hugo Chávez, cuyo autor es el antichavista Moisés Naím, exministro de Carlos Andrés Pérez. La serie inventa hechos; y no es casual que el actor que interpreta a Chávez personificara al narcotraficante Pablo Escobar Gaviria en El Patrón del Mal.
La serie Trotsky abonó la campaña antiRusia de Netflix: difama a la Revolución Rusa, ridiculiza al protagonista y a Vladimir Ilich Lenin. La serie Codicia, producida en sociedad con Jorge Lanata, polémico comunicador afín al grupo Clarín, desprestigia a la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Netflix anunció que la serie tendrá 70 por ciento de ficción y 30 por ciento de documentos, ¿cómo lo distinguirá la audiencia? ¡No es posible!
La célebre cinta Capitán Phillips (2013) es una burda distorsión de la realidad del capitalismo explotador. Al victimizar a navegantes de un barco mercante de EE. UU., capturados por “piratas somalíes”, se oculta al mundo la lucha del pueblo somalí por defender sus pesquerías del saqueo occidental y décadas de operaciones encubiertas de la Agencia Central de Inteligencia.
El guión crea la percepción de Somalia como Estado Fallido y la organización Al Shabab como terrorista. Esa manipulación se denunció por Declan Walsh y Eric Schmitt en su artículo Combatiente de la CIA, fabricante de bombas en The New York Times (octubre de 2021).
Sociedad bajo gaslighting
Es una forma de manipulación emocional tan peligrosa como sutil; induce a la persona que lo sufre a dudar de su propia percepción de la realidad. El término se acuñó con la cinta Gaslight (1944) basada en la obra La luz que Agoniza, donde un hombre manipula a su mujer para que crea que ha perdido la razón y robar su fortuna. La táctica mantiene ese patrón de abuso emocional del manipulador para que su víctima dude de su salud mental y sienta estrés o depresión.
El miedo es una evidente arma de manipulación política para subyugar a la sociedad, refiere la psicóloga Gema Sánchez Cuevas. Las series y películas de tono apocalíptico apelan a una gran amenaza que usa los miedos típicos. Los documentales también deslizan miedo sobre los efectos del cambio climático, de algunas medicinas o el daño de la energía a la salud.
Ahí, como en otros contenidos, los dueños del discurso apuestan a que la audiencia no distinga las falsificaciones. La versión de History Channel de la Segunda Guerra Mundial, inventa hechos y distorsiona las motivaciones de los personajes.
Cuando se investiga al autor del documental, se constata que lo financió un país rival del país que perdió en esa contienda a millones de soldados, pero que no se refleja en la historia. Es el uso de la historia como arma ideológica, explica el analista Sabino Caravaca.
Tras estudiar la cobertura sobre Medio Oriente del canal británico BBC World, el analista, Edward Mortimer, denunció el abuso de adjetivos negativos y el uso inapropiado de imágenes. Ahí se muestran masacres perpetradas en 2003 por Occidente en Irak, como si fuera la supuesta matanza en la ciudad siria de Houla.
Por tanto, ante el cúmulo de información que se le transmite, el público ya padece el Síndrome de Diógenes Intelectual, alerta el experto Antoni Gutiérrez Rubi. Es decir, el espectador ya no es capaz de ordenar y administrar la información que, como siempre aumenta, le es imposible saber qué sabe. Es más, él ni siquiera sabe si es ficción o realidad.
Neo Macartismo y explotación
El sistema aprendió que ya no es viable lanzar campañas contra obras que alienten el pensamiento libre, como lo hizo el macartismo, esa febril persecución del comunismo en EE. UU. por el Comité de Actividades Antiamericanas del senador Joseph R. McCarthy.
En cambio, hoy los nuevos inquisidores operan en redes sociales, series y películas para impedir la condena social a las injusticias neoliberales y la explotación capitalista. A fines de los años setenta, desde la aparición de la “corrección política” padecemos un nuevo macartismo, una especie de “inquisición ideológica”, describió Alex Berenson en el Wall Street Journal
Hay obras que rebasan ese riesgo, como el documental de Amanda Milius sobre el golpismo anti-Trump. Ahí refiere que el congresista Adam Schifty Schiff, quien dirigió el juicio político contra el magnate, fungió como el típico inquisidor del nuevo macartismo, explica el académico de la Universitat Illes Baleares, Augusto Lladó.
La industria del entretenimiento vive de manipular a las masas a través del ocio y megaespectáculos, para exaltar multitudes y conducirla a estados de ánimo convenientes al poder. El ocio es un mecanismo para ideologizar, explica el analista de la Universidad de Palermo, Argentina, Maximiliano Korstanje.
Los grandes eventos pseudoculturales, actos deportivos, militares o de otra índole, para formalizar la relación entre el poder político, las empresas patrocinadoras y el ocio. Las corporaciones encontraron una veta enorme en el patrocinio de exposiciones “artísticas” o “históricas” en museos, cuyo discurso enaltece la colonización cultural.
A la par, el neoliberalismo privatizador invadió esos espacios y privó de sus derechos laborales a los trabajadores; realidad que escapa a visitantes y a la mayoría de la sociedad, que hoy ignora que la magnífica arquitectura del museo Guggenheim de Bilbao oculta un drama: las maniobras para romper la huelga de trabajadores que en octubre cumplía 135 días.
Las trabajadoras de limpieza realizaron protestas y performances para visibilizar la precariedad de sus salarios, los lastres de la subcontratación, injustas cargas de trabajo y horarios exhaustivos. Con bailes, las mujeres demostraron a las instituciones vascas que cantando y bailando se puede hacer una revolución. Y con campañas mediáticas, el museo declaró inexistente la huelga, explica Carmen Casas.
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Escrito por Nydia Egremy
Internacionalista mexicana y periodista especializada en investigaciones sobre seguridad nacional, inteligencia y conflictos armados.