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El portal RT encabezó así una nota del 29 de octubre: “«Seremos dueños del futuro»: Biden anuncia un marco económico que hará que EE. UU. se imponga a China en el siglo XXI”. En el texto se dice que en un discurso en la Casa Blanca el presidente Biden, afirmó: “Tenemos un marco económico histórico que creará millones de puestos de trabajo, hará crecer la economía, invertir en nuestra nación y en nuestra gente, convertir la crisis climática en una oportunidad y que nos pondrá en el camino para ganar la competencia económica por el Siglo XXI contra China y todos los demás países importantes del mundo”. La nota añade: “Se trata de expandir las oportunidades” –dijo– y “aseguró que este plan cambiará «fundamentalmente» la vida de millones de personas y llevará al país a liderar el mundo. (…) ampliarán los servicios para personas mayores, reducirán los costos para el cuidado infantil con el objetivo de aumentar la fuerza laboral, especialmente de las madres, y llevarán a cabo una extensión del recorte de los impuestos para la clase media, que serán reembolsables. (…) el marco (también) contempla inversiones en educación y ayudas para que unos cuatro millones de personas puedan conseguir una cobertura médica asequible”.
Encuentro varias semejanzas con el New Deal del presidente Franklin D. Roosevelt (1933-1945). Este último obedeció, como se sabe, a tres problemas objetivos y urgentes: la pobreza y destrucción dejadas por la Primera Guerra Mundial, la creciente simpatía por las ideas de la Revolución de 1917 en Rusia y la gran crisis iniciada en la Bolsa de Nueva York, conocida como Crack del 29. Me parece que la situación que enfrenta Biden es semejante a la que vivió Roosevelt. El descontento de la clase trabajadora porque sus salarios no crecen desde hace medio siglo; la crisis financiera de 2008-2009 que, al obligar al Estado a evidenciarse como protector del capital, lo hizo perder visiblemente autoridad y prestigio, y, finalmente, la pandemia de Covid-19, que acabó de poner al descubierto la desigualdad, la pobreza y la falta de humanismo del Gobierno y la burguesía.
En política exterior, las guerras en Medio Oriente y el norte de África han terminado en fracaso (Libia, Afganistán y Siria son los ejemplos más recientes); la OTAN, el brazo armado del imperio, cada día cuesta más y es menos funcional, y, por encima de todo, el fracaso de la política de contención de Rusia y China, que cada día crecen más en lo militar y en lo económico y amenazan la hegemonía norteamericana. Para colmo, los grandes inversionistas están preocupados por la imparable caída de la tasa de ganancia y presionan por mayor libertad (“flexibilidad laboral”, la llaman) para exprimir a los trabajadores, por salarios más bajos, menos prestaciones y desregulación total de la actividad bancaria y financiera.
Las dificultades esenciales del modelo no son nuevas. A finales de la década de los 70 y principios de la de los 80 del Siglo XX sucedía algo parecido tras agotarse el auge acarreado por la “victoria” y la posición hegemónica norteamericana después de la Segunda Guerra Mundial. Esta crisis coincidió con la del modelo soviético y con la llegada al poder de dos políticos ultraconservadores, de ideas semejantes: Ronald Reagan, en los Estados Unidos, y Margaret Thatcher, en Inglaterra. Los potentados de ambas naciones leyeron bien la coyuntura: la URSS y el socialismo ya no representaban una amenaza y era momento de sacudirse sin temor cualquier vestigio de la “sociedad del bienestar” inaugurada por Roosevelt, causante, según ellos, de sus dificultades. Sabían bien que Reagan y Thatcher estaban de su lado y que harían lo que fuera para devolverles el crecimiento y la acumulación acelerada de riqueza, y estaban convencidos, además, de que tenían la solución: volver al liberalismo “verdadero”, el del laissez faire, laissez passer defendido y difundido por la Escuela de Chicago, lo que hoy conocemos como neoliberalismo. Y triunfaron. El neoliberalismo se convirtió en el modelo económico obligatorio para todos los países occidentales.
¿Por qué confiaron tan ciegamente en la vuelta al liberalismo? Repasemos rápidamente la síntesis que Dudley Dillard, siguiendo a Keynes, hizo de la doctrina liberal en la versión del profesor Pigou. En una economía de libre mercado no existe el paro involuntario, dice Pigou. Cuando los obreros con empleo paran por no aceptar salarios “ligeramente” inferiores a los corrientes, eso es paro voluntario. Pero hay también paro involuntario, objeta Keynes, como lo prueba indiscutiblemente la realidad misma. Eso es culpa de la “acción colectiva de las asociaciones obreras” y de la intervención estatal en las luchas sindicales, contesta Pigou. Con esas acciones “crean un mercado de trabajo imperfecto, porque los tipos de salarios no tienen libertad para descender hasta sus niveles de competencia. El comportamiento «monopolístico de los obreros y los amigos de los obreros» es el responsable de este tipo de paro”.
Según Pigou, entre los “nuevos fenómenos” que distorsionan la libre competencia entre los obreros sin trabajo se hallan “la contratación por los sindicatos (o sea, la contratación colectiva), las leyes del salario mínimo, el seguro de paro, los subsidios a los trabajadores y el convenio tácito entre los obreros de no aceptar salarios inferiores a los que ellos y la comunidad consideran un salario razonable para vivir”. “Las presiones de grupo ejercidas por las Uniones Obreras y la intervención estatal en el mercado de trabajo han tendido a mantener los tipos de salarios por encima del nivel en que la demanda de trabajo es satisfecha antes que puedan encontrar ocupación todos los que quieren trabajar a los tipos de salarios predominantes”. “De hecho, las primas relativamente altas por seguro de paro y ayuda a los pobres, disuaden a los asalariados a trabajar por los tipos de salarios bajos que muchos de ellos tienen que aceptar si quieren tener ocupación”. “Así pues -concluye Dillard-, con arreglo a la teoría clásica, los obreros son responsables (…) de que muchos compañeros de trabajo sufran paro. La responsabilidad del paro se coloca a la puerta de los mismos trabajadores. La lección práctica es clara: como el paro (…) se origina por ser los salarios demasiado elevados, el remedio está en bajar los salarios”. Esta es la clave de que la gran burguesía de fines del Siglo XX exigiera la vuelta al “verdadero” liberalismo.
Hay quienes creen que hoy las cosas han cambiado; que el capitalismo se ha vuelto más humano y solidario; que su teoría de la globalización y la reubicación de sus empresas por toda la geografía del planeta (empresas off shore) buscan compartir el progreso científico y tecnológico y la riqueza creada, con todos los países de la tierra, sobre todo los más pobres; que sus guerras locales y sus amenazas de guerra fría generalizada persiguen objetivos distintos a la hegemonía y la explotación global: llevar la democracia, la libertad y los derechos humanos a todos los rincones del planeta, para que todos gocemos de sus beneficios.
¿Es así? En todo lo que sigue me atengo enteramente a la obra de John Bellamy Foster El nuevo imperialismo, Barcelona, Ed. Viejo Topo, 2015. La característica principal del nuevo imperialismo es el desplazamiento del Norte al Sur de la industria manufacturera capitalista, lo más significativo del cual es su influencia en la posición económica relativa entre el Norte y el Sur. De 1970 a 1989, el PIB per cápita anual promedio de los países en desarrollo (sin China) era el seis por ciento de los países del G7 (Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Gran Bretaña, Italia y Canadá); para el periodo 1990-2013 descendió al 5.6 por ciento. El mismo indicador para los 48 países menos desarrollados pasó de 1.5 a 1.1 por ciento respecto al G7. Es decir, que las empresas off shore no solo no acortaron la brecha económica entre ambos polos, sino que la ensancharon. ¿A dónde se ha ido, pues, la riqueza creada por los trabajadores del Sur?
The Economist, en un artículo de 2014, predice que, “de mantenerse esta situación, los países en desarrollo tardarán unos tres siglos en alcanzar los niveles de ingresos de los países ricos del centro”. La causa reside en los efectos negativos de lo que los círculos financieros llaman “externalización” de los costos de trabajo, “arbitraje laboral”, “arbitraje laboral low cost” o simplemente estrategia de inversión en países Low Cost (LCCS en inglés). ¿En qué consiste éste? Lowell Bryan, director del Buró neoyorquino de McKinsey Quarterly, dijo en 2010: “Toda compañía que traslade sus operaciones de producción o servicios a países de más bajos salarios con un mercado emergente (…) puede ahorrar enormemente en sus costos de trabajo (…) Todavía hoy en día el costo del trabajo en China o la India sigue siendo solo una fracción (a menudo menos de un tercio) de un trabajo equivalente en el mundo desarrollado”.
Tras esos salarios de miseria se esconde la historia del imperialismo. Algunos ejemplos concretos. Pankaj Ghemawat en su libro Redefiniendo la estrategia global, dice que el ahorro de Walmart por concepto de salarios debido al arbitraje laboral en China quizás supere el 15 por ciento y puede ser del orden de 30-45 por ciento del beneficio operativo de Walmart en 2006. Apple subcontrata la producción de todos los componentes de sus iPhones y su ensamblaje final se realiza en China. Por los bajos salarios del ensamblaje, las ganancias de Apple por su iPhone 4 en 2010 representaron un 59 por ciento del precio final de venta. Por cada iPhone 4, que se vende al detalle a 549 dólares, unos 10 fueron para pagar mano de obra por componentes y ensamblaje, es decir, el 1.8 por ciento del precio de venta. Se sabe que los centros de llamados que se trasladaron de Irlanda a la India en 2002, lograron reducir los salarios pagados en un 92 por ciento.
Según Zahid Hussain, economista del Banco Mundial, los costos salariales de las camisetas con un logo bordado hechas en República Dominicana cuestan alrededor de 1.3% del precio de venta al detalle en EE. UU.; el costo salarial de una camisa tejida en Filipinas (incluidos los salarios de los supervisores de planta), es de 1.6 por ciento. En 2010, la expendedora minorista Hennes & Mauritz compraba camisetas a subcontratistas en Bangladesh que pagaban a los trabajadores un salario de orden de dos a cinco centavos de euro por camiseta producida. Nike, pionera de la subcontratación, realiza toda su producción mediante subcontratistas. A finales de los 90, el costo directo de la mano de obra para la producción de un par de zapatillas Nike de baloncesto que se venden a 149.50 dólares en EE. UU., era del 1 por ciento, esto es, 1.50 dólares. Ahora ya sabe usted a dónde se va la riqueza creada por los trabajadores baratos del Sur.
El imperialismo también promueve la búsqueda intensiva de recursos, especialmente recursos energéticos estratégicos como los hidrocarburos, los minerales clave, el germoplasma vital, los alimentos, los bosques, la tierra e incluso el agua. Del problema ambiental, al imperialismo solo le preocupa el control de los recursos del Sur. ¿Puede darse en estas condiciones otro New Deal como promete el presidente Biden? ¿De dónde sacará el inmenso presupuesto para financiar su ambicioso proyecto? El presidente de Rusia, Vladimir Putin, en reciente discurso ante el Club de Debates Valdái, en Sochi, se mostró escéptico: “«¿Dónde están los principios humanistas del pensamiento político occidental? Resulta que no hay nada, solo charlatanería», en referencia a las brutales sanciones impuestas por EE. UU. y la UE a países padeciendo crisis humanitarias; sanciones que no se han detenido ni durante el Covid” (Alberto Rodríguez García, RT, 29 de octubre 2021).
Putin afirmó: “La historia no tiene ejemplos de un orden mundial estable que se imponga sin una gran guerra o sus resultados como base (…) tenemos la oportunidad de sentar un precedente extremadamente favorable. El intento de crearlo después del final de la guerra fría sobre la base de la dominación occidental fracasó (…) el estado actual de los asuntos internacionales es producto de ese mismo fracaso, y debemos aprender de ello” (misma nota). Es decir, invita al imperialismo a sentarse a la mesa de negociaciones para construir, junto con China y Rusia, un nuevo orden mundial multipolar, renunciando por principio al uso de las armas. Pero China, al mismo tiempo, acusa a EE. UU. de inmiscuirse en sus asuntos internos al atizar las tendencias separatistas en Taiwán, según dijo Pueblo en Línea del 29 de octubre, y termina instando a EE. UU. “a cumplir sus compromisos sobre la cuestión de Taiwán (…) cumplir el principio de Una China, los tres comunicados conjuntos sino-estadounidenses y la resolución 2758 de la Asamblea General de la ONU…” El presidente Putin concluye: “«El mundo ha llegado a una época de cambios drásticos» (…), y si estos sistemas (…) basados en la caduca jerarquía del supremacismo occidental no cambian, cada día será un clavo más en su ataúd” (misma nota de Alberto Rodríguez García).
El mundo, pues, camina por el filo de la navaja. ¿Tiene alguna posibilidad de traducirse en hechos el llamado de Putin? En mi opinión, una sola: colocar al imperialismo ante la disyuntiva de hierro: o negociación o segura aniquilación por las armas. Es decir, reactivar la sabia sentencia de Vegecio: “Si vis pacem, para bellum”; “si quieres la paz, prepárate para la guerraˮ. Y esta preparación debe incluir el apoyo unánime e inquebrantable de todos los pueblos, agrupados en torno a un proyecto seguro de una vida mejor, realmente mejor para todos. No es el mundo multipolar por sí mismo, sino por lo que represente para las grandes mayorías.
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Escrito por Aquiles Córdova Morán
Ingeniero por la Universidad Autónoma Chapingo y Secretario general del Movimiento Antorchista Nacional.