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Algo no debe andar bien en la sociedad cuando observamos un arsenal de mercancías inundando el mercado y pocas son las personas que cuentan con el poder adquisitivo indispensable para comprarlas. Las mercancías están ataviadas con el mejor ropaje, maquilladas en extremo y sus promotores, quienes exageran sus cualidades y sus usos en estos tiempos modernos, garantizan que darán satisfacción a sus posibles clientes. Como si cobraran vida propia, las mercancías obligan a sus burgueses a utilizar toda clase de tretas para exhibirlas en los mejores lugares de los grandes centros comerciales y plazas públicas, a fin de venderlas y de concretar sus proyectos de ganancia. Los consumidores se mueven en torno a ellas, se ponen a su disposición y hacen hasta lo imposible para poseerlas.
El bullicio es tal en el mercado, que tiende al desorden y a la anarquía; la “mano invisible” de Adam Smith se vuelve un mito. Aun cuando escondan la verdadera esencia de su valor, las mercancías se vuelven exclusivas de quienes pueden pagarlas. En una tienda departamental donde se venden mercancías simples como abrigos o zapatos, cuyos precios son superiores a tres mil pesos, puede observarse que por un lado transitan, con derecho de exclusividad, las personas con los ingresos más altos del país; y que en otra parte del mismo entorno circulan los empleados de mostrador, afanadores y vigilantes, cuyos ingresos semanales no alcanzan los precios de una sola de las mercancías que ahí están en venta.
El trabajo humano que desarrollan las personas contratadas para venderlas se diluye ante el lujo extremo y se vuelven invisibles. El modelo económico es semejante a un “rey Midas”, todo lo que toca lo convierte en mercancía. El mismo trabajo, ya sea en la producción o en la distribución, se torna una mercancía más. Pero paradójicamente, el valor del trabajo, que es el único que crea valor, al convertirse en mercancía se vuelve ínfimo, quedando el trabajador en total desventaja, porque al vender su fuerza de trabajo es tan poco lo que obtiene que no puede comprar ni las mercancías más insignificantes. O, dígame usted, ¿qué puede comprar con los 88 pesos del salario mínimo general vigente hoy en México?
El burgués cuida demasiado bien las apariencias; es en la realidad concreta donde la transacción entre el trabajador y el burgués que lo contrata parece razonable y justa. Cada uno obtiene lo que le corresponde; el burgués se siente satisfecho y con la conciencia tranquila, pues es dueño de los medios de producción y ha comprado con “su” dinero los insumos y la mano de obra que requiere en la producción de bienes o servicios. Por el lado del trabajador, éste ha recibido de manera íntegra su salario. El burgués puede alegar a su favor, además, que el trabajador se contrató libremente; es decir, que nadie lo obligó a aceptar las condiciones impuestas en el trabajo ni en el pago; y en la cuestión legal no se ha quebrantado la mínima regla. Otra opción que tiene el trabajador, según el burgués, es esforzarse mucho más para que un día se independice y ponga su propio negocio. Nadie le impide hacerse también empresario, pues cuenta con total libertad para hacerlo.
¡Muy bien, señor burgués! Pero lo primero que tiene que aclarar es de dónde procede su capital inicial, con el que adquirió sus medios de producción. Marx señalaba categóricamente que el capital es producto del saqueo y del hurto. El sistema económico despojó a las grandes mayorías de todo y, por ello, éstas sólo cuentan con su fuerza de trabajo. En segundo lugar, desde los excesos más banales hasta la ropa que cubre al burgués, son producto del trabajo no pagado al obrero; prueba de ello es el miserable salario mínimo y aun cuando no se quebrantaran las leyes (porque se violan constantemente), éstas fueron hechas para beneficio de los burgueses, no de los trabajadores. Por tanto, los desposeídos nunca alcanzan su mentada independencia, porque siempre dependen de un burgués para que los contrate.
En sus lugares de trabajo –sean fábricas, comercios, oficinas burocráticas o calles– los trabajadores pasan desapercibidos: son invisibles. Más aún si sus labores son informales. La vista se acostumbra a considerar parte del paisaje urbano a los miles de parias que deambulan buscando trabajo; a los que se encuentran en los tianguis o en los semáforos. Sin embargo, el número de los invisibles es tan grande y las condiciones de vida se vuelven cada vez más insoportables, que un día de éstos no nos sorprendamos si los invisibles exigen ser tratados como seres humanos y reclaman la vida digna a que tienen derecho.
Escrito por Capitán Nemo
COLUMNISTA