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Una de las razones esenciales que lleva al hombre a crear religiones es la angustia que siente frente a la muerte. La comprensión del mundo lo llevó inevitablemente a concluir lo inexorable de su destino: la desaparición. No es casualidad que todas las religiones tengan, como respuesta a la vida después de la muerte, la sobrevivencia a ésta y que, en cambio, no dispongan de una explicación sobre la creación del mundo y la vida, por ejemplo. Los dioses, incluso, marcan su diferencia respecto a los humanos, precisamente porque superan la muerte, ya sea siendo inmortales, regresando del mundo de los muertos o dotando de vida al que ya falleció.
Aunque existen coincidencias imposibles de negar, debemos reconocer la riqueza de la variedad y los matices. La peculiaridad de la religión en los pueblos mesoamericanos desempeña el papel preponderante de la dualidad expresada, sobre todo, en la dicotomía vida-muerte. El señor supremo entre los toltecas (el pueblo ideológico de los aztecas) es Ometéotl, el dios dual, primero y fundamental, el dador de la vida primigenia, porque fue concebido como hombre y mujer, y de esa unión emergió la estirpe de los demás dioses; a diferencia de los monoteísmos que tienen una entidad superior de la que brota todo, esta unión resulta más acorde con lo sucedido en el mundo de lo natural. Para muchos investigadores, el hecho de que la deidad esencial de los pueblos de Mesoamérica tenga como acto creador la unión de carácter sexual se debe, entre otros motivos, a que sus creencias fueron resultado directo de su contacto con la naturaleza y de sus observaciones hacia la misma. Para un náhuatl resultaba incomprensible explicar el origen del universo excluyendo la unión de dos seres, porque esta dualidad en movimiento fue aprendida de la contemplación del mundo: el día y la noche, lo frío y lo caliente, el nacer y el morir, solo por decir lo más cercano a la percepción humana.
Pero esta percepción hacia lo natural tendió a agudizarse por una necesidad material: la agricultura. Este descubrimiento fue la base de la revolución en la sociedad humana prehistórica y, sin exagerar, el sustento vital de las grandes civilizaciones. De allí que las culturas precolombinas invirtieran toda su ciencia y toda su energía en asombrosos calendarios, pues la agricultura requiere la precisión de la observación: momentos adecuados para iniciar la siembra, prevenir los tiempos de escasez, el exceso de lluvias y, lo más importante, la temporada de la abundancia, de la cosecha, que es cuando se planean las guerras, el momento preciso para apoderarse de las ganancias de los otros. La cosecha representaba la continuidad de la vida y aparece de manera simultánea con la guerra, es decir, la muerte. Dice Eduardo Matos Moctezuma, célebre arqueólogo, que si echamos un vistazo a la manera en que está elaborado el calendario que regía a los mexicas o aztecas, veremos que, entre otros aspectos, se establece a partir de esas necesidades fundamentales: vida y muerte; vemos que su unión resulta vital para la existencia, no hay ruptura, son dos instantes de un mismo fenómeno.
Mejor aun, la divinidad de la tierra, Tlaltecuhtli señor/señora de la tierra y de los muertos tenía como una de sus funciones fundamentales la de devorar y parir, con lo que determinaba el cambio hacia una nueva forma que permitiera al individuo muerto ser comido por la tierra, para después renacer a una nueva vida y continuar su tránsito al lugar que le está destinado. Se presenta como una vagina dentada, que engulle con su enorme boca y sus afilados dientes a los humanos, y al propio sol cuando se pone en el poniente del universo. La acción devoradora no excluye a nadie, pero esta misma implacable deidad aparece, no pocas veces, con las piernas encogidas y abiertas, símbolo de parto; es decir, dando a luz. En contraste con las concepciones de otros pueblos, donde el individuo, al morir, goza en al cielo o padece en el infierno; entre los nahuas, las entidades anímicas del muerto se dispersan tras la defunción para ocupar diversos lugares. Por ejemplo, el teyolía deparaba a los individuos diferentes destinos, según su género de muerte. Esta disimilitud sirvió a los franciscanos para adaptarla al Credo cristiano.
A diferencia de la judeocristiana, la actitud de la cultura mexica ante la muerte era natural, no se ocultaba ni evadía, sino que se veía como algo indispensable y necesario para que el orden vital continuara. Dicho en otras palabras: entendían que la muerte es un paso esencial para gozar de la existencia. Esto no significa, como tergiversan algunos, que era una actitud burlona o retadora hacia la muerte; nada más lejano de la verdad, porque no era menos dolorosa; pero al final, su atenta observación de la naturaleza les hizo comprender que la existencia de las cosas está en armonía, justamente por la pugna y complementación de estos opuestos (vida/muerte). Justo como lo planteara Heráclito y, muchos siglos más tarde, Hegel.
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Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl
Columnista