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Cuando se firmaron los Acuerdos de Paz de París entre Estados Unidos (EE. UU.) y Vietnam, allá por el año 1973, dos generaciones de vietnamitas no sabían lo que era vivir sin guerra y agresiones, siempre habían vivido en el horror. Primero fueron los ocupantes japoneses, luego los colonialistas franceses que se iban y regresaban y, finalmente, los imperialistas norteamericanos que, tras veinte años de espanto, dejaron a Vietnam sumido en una tragedia imposible de exagerar.
Ahora que –sin demostrar nada– se hace tanto escándalo mediático acusando al gobierno sirio de usar armas químicas en contra de los habitantes de una aldea, cabe recordar que el mundo entero supo en su momento que EE. UU. utilizó ampliamente las armas químicas contra los vietnamitas, usó el Napalm, una sustancia altamente inflamable que arde más lentamente que la gasolina y que fue producido por la Dow Chemical Company y el llamado Agente Naranja, producido por la misma empresa y por Monsanto, que se utilizó para tirar las hojas de las plantas y destruirlas con el fin de que los patriotas no pudieran ocultarse en la selva, entre otros. Contra el pueblo y la patria vietnamitas se usó fósforo blanco, millones de minas antipersona, explosivos de alto poder, solo faltó la bomba atómica.
EE. UU. inició la agresión en contra de Vietnam con una gran mentira: dijo que sus barcos habían sido atacados en el Golfo de Tonkín y todo el Vietnam socialista del Norte fue bombardeado para que no apoyara la lucha de liberación del pueblo que habitaba en Vietnam del Sur, fueron destruidas carreteras, puentes, estaciones de ferrocarril, fábricas, obras e instalaciones que eran reconstruidas, vueltas a destruir y, con tenacidad y resistencia más allá de lo humano, levantadas otra vez.
El que fuera Vietnam del Norte (ahora, tras la victoria, ya están unificados) perdió el 70 por ciento de su capacidad industrial y de transporte, le destruyeron totalmente tres mil escuelas, 15 centros universitarios y 10 grandes hospitales y se dejó profundamente dañado su medio ambiente. La población sufrió las consecuencias de miles de explosivos y minas sin estallar en bosques y arrozales, miles de abortos, de nacimientos con malformaciones y esterilidad en las mujeres, así como la durísima existencia de miles de niños, hijos de soldados invasores, sumidos en la pobreza y la marginación. Se ha llegado a calcular que hubo cerca de cinco millones de muertos vietnamitas y 58 mil estadounidenses. Desde la devastación en la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial por parte de los nazis, nunca, ningún otro país sobre la tierra, ha sufrido tanto.
La prensa internacional ahora se ocupa poco de Vietnam, más poco todavía de sus éxitos. Pero hay que saber que hoy día, Vietnam ocupa el lugar 91 en tasa de mortalidad materna con 54 muertes por cada 100 mil nacimientos vivos, mientras que la India tiene 174 y el Afganistán por el que tiene muchos años luchando EE. UU. tiene 396; en cuanto a la tasa de mortalidad infantil, Vietnam ocupa el lugar 94, con 17.3 muertes por cada mil niños que nacen vivos, menos que Brasil que registra 17.5 y, menos que la India, que registra 39.1; Vietnam tiene mucho menos migración que México, allá sale 0.3 por cada mil habitantes; acá, en nuestra patria que se desangra todos los días, abandona a su familia 1.80 por cada mil habitantes, seis veces más; finalmente, y ante la imposibilidad de alargar mucho la lista, según datos del World Factbook de la CIA, Vietnam tiene al 11.3 por ciento de su población por debajo de la línea de la pobreza, México, al 46.2 por ciento.
El progreso existe. En la naturaleza, en la sociedad y en el pensamiento. Aunque temporalmente puedan existir retrocesos y desviaciones, la materia en todas sus formas se mueve de lo inferior a lo superior, de lo atrasado a lo avanzado, de lo simple a lo complejo, de los bajos a los altos niveles de vida y de cultura para el hombre. No se crea que estas afirmaciones son evidentes y que todo el mundo está de acuerdo con ellas, existe entre las clases dominantes la fuerte campaña de negar el progreso, de negar el cambio con el propósito de insuflar en la masa la idea de que una actuación política, más allá del depósito cíclico de votos en las urnas, carece de sentido. Tratando de desvalorizar la conducta humana, se rechaza, se niega el cambio en la naturaleza y, consecuentemente, en el hombre y en la sociedad; estas corrientes surgieron después de la revolución francesa cuando la burguesía pasó de ser revolucionaria e impulsora del cambio, a ser conservadora y férrea defensora del statu quo.
El desarrollo de Vietnam y de otros pueblos nos dan la razón. La ciudad de Da Nang me presta la anécdota ilustrativa. Esa ciudad vietnamita apareció millones de veces en los medios de comunicación durante la guerra de Vietnam, ahí desembarcó en el año 1965 el primer contingente norteamericano de marines, ahí empezó la invasión, constituyó la principal base aérea de EE. UU. y llegó a tener capacidad para desembarcar 27 mil toneladas diarias de suministros bélicos y de todo tipo, con un promedio de dos mil 600 vuelos diarios. Hoy, Da Nang es una moderna ciudad de casi un millón de habitantes. Todavía debe haber muchos combatientes que vieron en la prensa y la televisión la firma de los acuerdos de París, pero ninguno de ellos, creo, debe haber imaginado nunca escuchar las palabras de un presidente de EE. UU., pronunciadas precisamente en Da Nang, como las que pronunció Donald Trump el 10 de noviembre de 2017 en ese puerto de Vietnam, país que ahora tiene un superávit comercial con EE. UU., es decir, le vende más de lo que le compra, ante los representantes del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC): “No podemos seguir tolerando los abusos comerciales crónicos –dijo Donald Trump– y no los toleraremos; ya no vamos a dejar que se sigan aprovechando”.
¿Soñaron alguna vez los harapientos y sufridísimos vietnamitas que serían testigos de un lamento así por parte de un presidente de EE. UU. precisamente en su patria? Seguro que no, jamás. Pero así es la vida, el progreso existe. El ansia de una vida mejor por parte de los pueblos no se puede contener, no la pueden contener ni las guerras ideológicas ni las guerras de los ejércitos. Un futuro mejor es posible y es necesario. “Cuanto más alta pone su meta el corazón –escribió Ho Chi Min, el padre del Vietnam moderno– tanto más ha de estar mejor templado”.
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Escrito por Omar Carreón Abud
Ingeniero Agrónomo por la Universidad Autónoma Chapingo y luchador social. Autor del libro "Reivindicar la verdad".