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La orientación eurocentrista de la historia de la literatura, de la que no escapan –ni pueden hacerlo– muchos hombres de luces, ha dejado a menudo fuera de su línea del tiempo a las literaturas “amerindias”, término con el que suelen referirse a las obras en lenguas originarias del “nuevo continente”, tan antiguo y rodeado de misterios arcaicos como el resto del mundo.
Pero las leyes del desarrollo social, que han permitido explicar el surgimiento de las literaturas orales en el resto de los continentes, así como su posterior fijación en caracteres escritos, su compilación y en muchos casos su milagrosa preservación en cuevas, ciudades derruidas, túmulos, monasterios, bibliotecas o polvorientos desvanes, también aplican para los monumentos literarios de las culturas prehispánicas que la invasión armada y la conquista no lograron destruir.
Una de las obras más representativas de la literatura en lenguas autóctonas americanas es el Popol Vuh. La sabiduría ancestral, la historia, organización social, creencias y cosmogonía mayas fueron recogidas de la tradición oral guatemalteca, y fijadas en un manuscrito colonial por el clérigo Francisco Ximénez, quien aseguró haber traducido un códice (que nunca presentó), el cual recogía las palabras de un anciano quiché, y de cuya traducción se habría hecho cargo él mismo en 1701.
“Esto lo escribiremos ya dentro de la ley de Dios, en el Cristianismo, lo sacaremos a luz, porque ya no se ve el Popol Vuh, así llamado, donde se veía claramente la venida del otro lado del mar, la narración de nuestra oscuridad, y se veía claramente la vida”.
Estéril resulta discutir si la concepción del mundo de los antiguos mayas, su explicación del surgimiento de la vida y de la raza humana está plasmada en “toda su pureza” en esta obra, o si por el contrario no se trata más que de un artificio evangelizador, que retoma elementos de la tradición oral de los pueblos conquistados para dar fuerza a los nuevos dogmas. Desde una primera lectura, destaca el sincretismo, la coexistencia de elementos de evidente importación con otros que, no hay duda, son autóctonos y llegan hasta nosotros con todo el poder de la palabra antigua.
Pero la adaptación de elementos cristianos a los viejos planteamientos mesoamericanos no hace de la obra un mero pasquín religioso; y aunque la etiqueta de “Libro sagrado de los mayas”, como se alude a menudo al Popol Vuh, haya contribuido a considerarla una especie de Biblia prehispánica, y ello colabore con las teorías fantásticas que pretenden descubrir un arribo anterior del divino verbo a estas tierras, nunca debemos olvidar que la historia de la literatura a menudo nos obliga a descubrir en un mismo vestigio los rasgos de varias sociedades, separadas en el tiempo por siglos, incluso milenios.
Así, el Popol Vuh, que reúne elementos europeos con otros de las culturas originarias de Mesoamérica, es un fascinante documento digno de compararse con las grandes epopeyas de Mesopotamia, Egipto, La India o Grecia; y como todas ellas, comienza con una explicación de la creación del mundo material y de la aparición del hombre sobre la tierra.
“Solamente había inmovilidad y silencio en la obscuridad, en la noche. Solo el Creador, el Formador, Tepeu, Gucumatz, los Progenitores, estaban en el agua rodeados de claridad. Estaban ocultos bajo plumas verdes y azules, por eso se les llama Gucumatz. De grandes sabios, de grandes pensadores es su naturaleza. De esta manera existía el cielo y también el Corazón del Cielo, que éste es el nombre de Dios. Así contaban. Llegó aquí entonces la palabra, vinieron juntos Tepeu y Gucumatz, en la obscuridad, en la noche, y hablaron entre sí Tepeu y Gucumatz. Hablaron, pues, consultando entre sí y meditando; se pusieron de acuerdo, juntaron sus palabras y su pensamiento. Entonces se manifestó con claridad, mientras meditaban, que cuando amaneciera debía aparecer el hombre. Entonces dispusieron la creación y crecimiento de los árboles y los bejucos y el nacimiento de la vida y la creación del hombre. Se dispuso así en las tinieblas y en la noche por el Corazón del Cielo, que se llama Huracán”.
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.