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Un grito de combate contra la invasión francesa (I de II)
A orillas del mar, historia llena de momentos de heroísmo en que grandes hombres defendieron causas que parecían ya perdidas.
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Es la vida de Ignacio Manuel Altamirano (Tixtla, Guerrero, 1834 - San Remo, Italia, 1893) una conjunción ejemplar de las letras al servicio de la lucha contra la Intervención francesa. Conocido como novelista, fue también político, periodista y militar; participó activamente en la lucha por la restauración de la República y contra el Imperio de Maximiliano (1864-1867).

Altamirano es ampliamente conocido por sus novelas y cuentos, que retratan la vida y las costumbres de su época; entre sus obras destacan El Zarco, Clemencia y La navidad en las montañas, mientras que su producción poética no se cita con frecuencia, a pesar de ser de notable factura. Publicó en vida el libro de poemas titulado Rimas, dedicado “A Agustín”, a quien llama cariñosamente “hermano mío” y que no es otro sino el hijo del empresario Vasco Luis Rovalo, por cuya intermediación fuera aceptado, en 1855, en la Academia de San Juan de Letrán. Es Rimas un compendio de poesía lírica-amorosa del guerrerense, con un par de excepciones, entre las que destaca el poema final, inédito hasta entonces, titulado A orillas del mar, y fechado por su autor en 1864. Obra épica de gran perfección, está compuesta en pulidos versos endecasílabos y es una síntesis de las ideas libertarias, nacionalistas y de repudio absoluto a la invasión francesa. Mientras pasea a orillas de la playa, el poeta desahoga su rabia y su impotencia ante los últimos acontecimientos.

Aquí, los ojos en las ondas fijos,

pienso en la Patria, ¡ay Dios !, Patria infelice,

de eterna esclavitud amenazada

por extranjeros déspotas. La ira

hierve en el fondo del honrado pecho

al recordar que la cobarde turba

de menguados traidores, que en malhora

la sangre de su seno alimentara,

la rodilla doblando ante el injusto,

el más injusto de los fieros reyes

que a la paciente Europa tiranizan,

un verdugo pidiera para el pueblo,

que al fin cansado rechazó su orgullo.

Indignado, fustiga el comportamiento del clero y los sectores conservadores, que ofrecieran el trono mexicano a un príncipe austriaco; la historia, dice el poeta, está llena de momentos de heroísmo en que grandes hombres defendieron causas que parecían ya perdidas, cubriéndose de gloria imperecedera y que contrastan con la vergonzosa conducta de los partidarios del Segundo Imperio; su profunda comprensión de la historia universal se manifiesta en la ágil enumeración de gestas heroicas: contra todo pronóstico, los griegos vencen al imperio persa; la elocuencia de Escipión El Africano impide la desbandada del ejercito de Roma, derrotado por Aníbal; Judas Macabeo organiza la rebelión del pueblo judío contra la dominación helénica; los guerreros aztecas defienden la ciudad de Tenochtitlan hasta que el último de ellos muere; los líderes religiosos musulmanes convocan a defender el territorio de Egipto de la invasión napoleónica de 1798.

Que los dioses de Menfis y de Tebas

el horror a Cambises predicaban,

y aquel acento que inspiraba en Delfos

la voluntad del servidor de Apolo

el valor de la Grecia sostenía

contra el terrible Persa, que su imperio

sobre innúmeros pueblos extendiera,

y aquel acento prometió la gloria

de Maratón, Platea y Salamina

y la acción de Leonidas admirable.

El Capitolio o Cannas deplorando,

al africano con su voz contuvo;

del templo de Israel salió radioso

para triunfar el bravo Macabeo;

y de los Druidas la sagrada encina

miró a sus pies las aguilas de Varus.

¿Quién no admira al teopixque valeroso

en el templo mayor del Marte azteca

convocando al sonar del cuerno sacro

de Acamapich a los heroicos hijos,

a defender el moribundo imperio?

¿Quién no ve del imán la mano airada

dirigiendo el alfanje del creyente

sobre el fiero francés que oprime el Cairo?

(…)

Solo tú, sacerdocio descreído,

llamas al invasor y lo encaminas

y lo recibes en tapiz de flores.

y alabanzas le entonas sobre el campo

que aún empapa la sangre de los héroes

que el honor de la Patria defendieron

Y que riega con lágrimas, el hijo

digno de una nación desventurada.

¡Y aun sacrílego invocas todavía

en favor del verdugo que llamaste,

en sacrificio odioso, las divinas

bendiciones de Dios, como si el alto

Y omnipotente Ser a tanta mengua

a tu clamor infame, descendiese! 


Escrito por Tania Zapata Ortega

Correctora de estilo y editora.


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