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Nacido en Tizayuca, Hidalgo, en el seno de una familia humilde del medio rural, el poeta, dramaturgo y político mexicano Ignacio Rodríguez Galván (1816-1842) pronto se convertiría en un destacado representante del nacionalismo criollo. Víctima de la fiebre amarilla, el 24 de julio de 1842 fallecía, en La Habana, Cuba; pero su corta vida no fue obstáculo para que su obra le ganara un destacado puesto como pionero del romanticismo.
Es Cuauhtémoc el héroe más puro de México; ajeno a la sospecha y al insulto ideológico, en nuestros días tan común entre vulgares comentaristas disfrazados de historiadores, que se ensañan con figuras como Benito Juárez, Francisco Villa o Emiliano Zapata. El cautiverio, suplicio y ejecución del último emperador azteca han inspirado incomparables y numerosas expresiones artísticas en todas las etapas de la vida nacional; y su mítica personalidad no podía menos que impresionar a los poetas de los primeros años de la vida independiente. La profecía de Guatimoc, de Ignacio Rodríguez Galván, es uno de los grandes monumentos literarios que exaltan la historia patria; el extenso poema fue antologado por Antonio Castro Leal como una de Las cien mejores poesías líricas mexicanas.
La primera parte de La profecía está destinada a ambientar el escenario en que se producirá el encuentro con el héroe: el poeta alude a su origen y lamenta su vida solitaria, lejos del pueblo natal, de sus padres que han muerto, sin amigos fieles en quienes confiar y separado de la mujer amada, que no le corresponde. En el bosque de Chapultepec, es de noche, aparece la luna –esa fiel compañera de los románticos–, el viento aúlla y el vate se encomienda a la santa poesía. En este ambiente, que preludia la aparición, la voz poética invoca al héroe, el simple mortal sufre un trance y el espíritu se manifiesta, con todos los estigmas del suplicio y los atributos de su mítica majestad; repuesto de su estupor, el poeta-personaje lo invita a volver a la tierra para vengar los agravios pasados y presentes:
Siento la tierra
girar bajo mis pies; nieblas extrañas
mi vista ofuscan y hasta el cielo suben.
Silencio reina por doquier; los campos,
los árboles, las aves, la natura,
la natura parece agonizante.
Mis miembros tiemblan, la rodillas doblo
y no me atrevo a levantar la vista.
¡Oh mortal miserable! Tu ardimiento,
tu exaltado valor es vano polvo.
Caí por tierra sin aliento y mudo,
y profundo estertor del hondo pecho
oprimido salía.
De repente
parece que una mano de cadáver
me aferra el brazo y me levanta. . . ¡Cielos!
¿Qué estoy mirando? …
–“Venerable sombra,
huye de mí: la sepultura cóncava
tu mansión es… ¡Aparta, aparta!
En vano suplico y ruego; mas el alma mía
Vuelve a su ser y el corazón ya late.
De oro y telas cubierto y ricas piedras
un guerrero se ve. Cetro y penacho
de ondeantes plumas se descubre;
tiene potente maza a su siniestra, y arco
Y rica aljaba de sus hombros penden . . .
¡Qué horror! Entre las nieblas se descubren
llenas de sangre sus tostadas plantas
en carbón convertidas; aun se mira
bajo sus pies brillar la viva lumbre;
grillos, esposas y cadenas duras
visten su cuerpo, y acerado anillo
oprime su cintura; y para colmo
de dolor, un dogal su cuello aprieta.
–“Reconozco, exclamé, sí, reconozco
la mano de Cortés bárbaro y crudo.
¡Conquistador! ¡Aventurero impío!
¿Así trata un guerrero a otro guerrero?
¿Así un valiente a otro valiente?” Dije
y agarrar quise del monarca el manto;
pero él se deslizaba y aire solo
con los dedos toqué.
–“Rey del Anáhuac,
noble varón, Guatimoctzín valiente,
indigno soy de contemplar tu frente.
Huye de mí”.
– “No tal,” él me responde,
Y su voz parecía
que del sepulcro lóbrego salía.
–“Háblame, continuó, pero en la lengua
del gran Netzahualcóyotl”.
Bajé la frente y respondí: “La ignoro”.
El rey gimió en su corazón. – “¡Oh mengua!
¡Oh vergüenza!”, gritó. Rugó las cejas
y en sus ojos brilló súbito lloro.
–“Pero siempre te amé, rey infelice;
maldigo a tu asesino y a la Europa,
la injusta Europa que tu nombre olvida.
Vuelve, vuelve a la vida,
empuña luego la robusta lanza,
de polo a polo sonará tu nombre,
temblarán a tu voz caducos reyes,
el cuello rendirán a tu pujanza,
serán para ellos tus mandatos, leyes;
y en México, en París, centro de orgullo,
resonará la trompa de venganza.
¿Qué de estos tiempos los guerreros valen?
¿Cabe Cortés sañudo y Alvarado?
(varones invencibles si crueles)
y los venciste tú, sí, los venciste
en nobleza y valor, rey desdichado”.
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.