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JAIME TORRES BODET.
Nació el 17 de abril de 1902 en la Ciudad de México, en donde también murió, por mano propia, el 13 de mayo de 1974, después de padecer cáncer durante 16 años.
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Nació el 17 de abril de 1902 en la Ciudad de México, en donde también murió, por mano propia, el 13 de mayo de 1974, después de padecer cáncer durante 16 años. Desarrolló una importante labor pedagógica y pública desde los altos cargos administrativos y diplomáticos que alcanzó, pues fue el jefe del Departamento de Bibliotecas de la Secretaría de Educación Pública, embajador en varios países, secretario de Educación Pública en dos ocasiones, secretario de Relaciones Exteriores y director general de la Unesco. Fue director de la revista La Falange y codirector de Contemporáneos. Además de la poesía cultivó el ensayo, las memorias, la biografía y la crítica literaria. Sus ensayos sobre educación son particularmente incisivos. Su primer libro de poesía Fervor, apareció en 1918, prologado por Enrique González Martínez. En su obra poética destacan Los días (1923), Nuevas canciones (1923), Cripta (1937), Sonetos (1949), Fronteras (1954) y Trébol de cuatro hojas (1958). Sus Obras escogidas, que abarcan poesía, autobiografía y ensayo, se publicaron en 1961 y se han reimpreso en varias ocasiones.

NUNCA

Nunca me cansará mi oficio de hombre.

Hombre he sido y seré mientras exista.

Hombre no más: proyecto entre proyectos,

boca sedienta al cántaro adherida,

pies inseguros sobre el polvo ardiente,

espíritu y materia vulnerables

a todos los oprobios y las dichas...

Nunca me sentiré rey destronado

ni ángel abolido mientras viva,

sino aprendiz de hombre eternamente,

hombre con los que van por las colinas

hacia el jardín que siempre los repudia

hombre con los que buscan entre escombros

la verdad necesaria y prohibida,

hombre entre los que labran con sus manos

lo que jamás hereda un alma digna,

¡porque de todo cuanto el hombre ha hecho

la sola herencia digna de los hombres

es el derecho de inventar su vida!

EL DOBLE EXILIO

Soñé que te soñaba.

Y, a pesar de ese doble exilio injusto

que obliga al sueño a desconfiar del sueño,

nunca te vi más alta y más presente;

nunca en la vida fueron

tus ojos más profundos,

tu andar más firme, tu perfil más tierno.

Miré una luz sin pausa, un cielo inmóvil,

un puerto de silencio

frente a un mar de palabras, incesante.

En ese puerto, un pueblo de gaviotas,

una invasión de alas...

Cada ala llevaba una pregunta.

Y, con solo callar, las contestabas.

Era un tiempo sin horas, una plaza

donde no entraron nunca años ni siglos.

Un sitio del que no se descendía

por la escalera abstracta del minuto.

Una serenidad de aire sin aire

en la que respirar hubiera sido

engañarte otra vez, negar tu muerte.

Me contemplabas y me sonreías...

Era la vida, así, como la aurora

de un sueño en el ocaso de otro sueño.

Y ahora, al despertar, pienso de pronto

si te soñó mi alma

o fuiste tú, en el límite de nuestro doble exilio,

quien soñó que mi alma te soñaba.

SITIO

Penetro al fin en ti,

mujer desmantelada

que –al terminar el sitio–

ya solo custodiaban

monótonos tambores

y trémulas estatuas.

Penetro en ti, por fin.

Y, entre la luz delgada

que filtran, por momentos,

estrellas y palabras,

encuentro a cada paso

que doy sobre los fríos

peldaños que conducen

al centro de tu alma

—un cuerpo junto a otro—

cien horas degolladas.

Me inclino... Una por una

las reconozco, a tientas.

Contra una jaula exacta

en ésta, oscuramente,

un ruiseñor estuvo

rompiéndose las alas.

En ésa... No sé ya

lo que en esa existencia

apolillada y blanda

moría o principiaba:

esquivas formas truncas,

presencias instantáneas,

deseos incompletos,

dichas decapitadas.

Y pienso: en mí, vencido

y sobre ti, violada,

¿quién izará banderas

ni colgará guirnaldas?

Mujer, fantasmas eran

tus centinelas mudos;

relámpagos de níquel

sus pálidas espadas;

pero las sordas huestes

con que te rodearan

la noche y mis preguntas

también eran fantasmas,

ahora, hacia la muerte,

rodando por los bruscos

peldaños de tu alma,

ceniza solamente

serán en cuanto calles:

ceniza, polvo y sombra,

fantasma de fantasmas...

y las furias que bajan

CONTINUIDAD

                            1

No has muerto. Has vuelto a mí. Lo que en la tierra

—donde una parte de tu ser reposa—

sepultaron los hombres, no te encierra;

porque yo soy tu verdadera fosa.

Dentro de esta inquietud del alma ansiosa

que me diste al nacer, sigues en guerra

contra la insaciedad que nos acosa

y que, desde la cuna, nos destierra.

Vives en lo que pienso, en lo que digo,

y con vida tan honda que no hay centro,

hora y lugar en que no estés conmigo;

pues te clavó la muerte tan adentro

del corazón filial con que te abrigo

que, mientras más me busco, más te encuentro.

                            2

Me toco... Y eres tú. Palpo en mi frente

la forma de tu cráneo. Y, en mi boca,

es tu palabra aún la que consiente

y es tu voz, en mi voz, la que te invoca.

Me toco... Y eres tú la que me toca.

es tu memoria en mí la que te siente;

ella quien, con lágrimas, te evoca;

tú la que sobrevive; yo, el ausente.

Me toco... Y eres tú. Es tu esqueleto

que yergue todavía el tiempo vano

de una presencia que parece mía.

Y nada queda en mí sino el secreto

de este inmóvil crepúsculo inhumano

que al par augura y desintegra el día.

                            3

Todo, así, te prolonga y te señala:

el pensamiento, el llanto, la delicia

y hasta esa mano fiel con que resbala,

ingrávida, sin dedos, tu caricia.

Oculta en mi dolor eres un ala

que para un cielo póstumo se inicia;

norte de estrella, aspiración de escala

y tribunal supremo que me enjuicia.

Como lo eliges, quiero lo que ordenas:

actos, silencios, sitios y personas.

Tu voluntad escoge entre mis penas.

Y, sin leyes, sin frases, sin cadenas,

eres tú quien, si caigo, me perdonas,

si me traiciono, tú quien te condenas...

Y tú quien, si te olvido, me abandonas.


Escrito por Redacción


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