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Como es sabido, la guerra en Afganistán es la más prolongada del país guerrero que es Estados Unidos (EE. UU.): la invasión ocurrió en 2001, seguida en 2003 por la de Irak. Su costo mortal, en la población afgana: más de 200 mil muertes, sin contar las indirectas por hambre, pobreza y enfermedades, secuelas inescapables de la guerra. La esperanza de vida es hoy de apenas 65 años. La economía quedó devastada: aproximadamente 22 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) procede de la ayuda externa (Banco Mundial). Según este organismo, la “Tasa de incidencia de la pobreza, sobre la base de la línea de pobreza nacional”, en 2016 afecta al 54.5 por ciento de la población. “… Afganistán sigue siendo uno de los países más pobres del mundo” (Oxfam). Hay alrededor de 5.5 millones de refugiados en otros países, y 3.5 millones de desplazados (en total casi una cuarta parte de la población).
La guerra costó también sacrificios al pueblo norteamericano, al que se escamotearon del erario para financiar (solo la guerra de Afganistán) 2.2 billones de dólares (o sea, millones de millones), cuando en el país ni siquiera hay un sistema de salud universal y la pobreza crece aceleradamente. Considerando todas las aventuras militares: “… el precio de las guerras de EE. UU. tras el 11-S ya ha alcanzado la legendaria cifra de 6.4 billones de dólares. Esto supone 320 mil millones de dólares al año, es decir, ocho veces más de lo que la ONU calcula que se necesita para toda la ayuda humanitaria del mundo” (Rebelion, 23 de agosto).
Se pretendió justificar la invasión con el “combate al terrorismo”, la defensa de la democracia y de los derechos humanos, sobre todo de las mujeres, para legitimarla ante el pueblo estadounidense y el mundo entero y lograr su aprobación activa. Es una explicación falsa e hipócrita, toda vez que fue EE. UU. el gran patrocinador del antecesor del Talibán, la guerrilla muyahidín (los padres, en algunos casos literalmente, del actual Talibán) a la que entrenaron y financiaron desde 1979. El objetivo era derrocar al gobierno de la República Democrática de Afganistán, de orientación socialista (1978-1992); en este contexto ocurrió la intervención de la Unión Soviética para defender a aquel gobierno aliado suyo. Los talibanes tomaron el poder en 1996 y terminaron asesinando atrozmente al expresidente comunista Mohamed Najibulá. Es decir, originalmente los radicales islámicos eran apoyados por EE. UU., y la prensa occidental los calificaba como admirables, héroes valientes enfrentando al comunismo soviético; pero las cosas cambiaron, los hoy talibanes se rebelaron también contra sus patrocinadores y dejaron de ser bien vistos. Así que efectivamente, hoy, como acertadamente alguien dijo, los pirómanos estadounidenses hacen de bomberos.
Metido en la ratonera afgana, tremendamente desgastado, EE. UU. recurre a mil y un subterfugios, a cual más inverosímil, para “explicar” y justificar su humillante derrota. Por ejemplo, que no se proponía construir un Estado en Afganistán, o que ¡la misión está cumplida! Muchos politólogos dicen que fue “un gran error” salir de Afganistán. En el más puro subjetivismo, el exprimer ministro británico Tony Blair calificó la decisión como “vergonzosa e imbécil”. En realidad, la salida de los ejércitos invasores era una necesidad impuesta por las circunstancias que, ciertamente, deja muy maltrecha la imagen de poder del imperio y la confianza de sus aliados. Armin Laschet, probable sucesor de Angela Merkel, declaró que: “es la debacle más grande para la OTAN desde de su creación”. Otros culpan a Trump por haber negociado mal la salida; argucias, pues Biden pudo modificar o, en el extremo, desconocer el acuerdo de Doha; y no lo hizo porque la propia sociedad estadounidense, cansada de tantas guerras, dicho de otro modo, cansada de poner la sangre, no quiere ya mandar a sus hijos al matadero: el ejército invasor, en total, llegó a superar los 150 mil efectivos en el momento más alto; y murieron allá dos mil 400 soldados americanos. En fin, quieren usar también como chivo expiatorio al presidente títere Ashraf Ghani (formado en EE. UU., profesor en varias de sus universidades y alto funcionario del Banco Mundial), culpándolo de la debacle por correlón, al igual que su ejército. Todo eso es humo en los ojos.
La razón de fondo es más estructural y tiene que ver con la naturaleza misma del imperio y con su cada vez más acentuado agotamiento, principalmente económico y, derivado de ahí, militar, político e ideológico. Empujado por la necesidad, el imperialismo busca en los países débiles materias primas y fuentes energéticas necesarias para sostener su industria, así como nuevos destinos para mercancías y capitales, pues su mercado nacional, saturado, ya no absorbe toda la producción ni abre oportunidades de alta rentabilidad al capital. La guerra contra el terrorismo fue la cortina de humo para ocultar el propósito real de la invasión, concretamente la búsqueda estratégica de dos objetivos muy precisos: el primero, geopolítico, meter una cuña en Asia Central, entre las exrepúblicas soviéticas (Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán), y la República de Irán, aliadas todas de Rusia, y Pakistán, nación aliada de China; por otro lado, cercar a esta última por el lado de Xinjiang, la provincia de población musulmana habitada por los uigures, con la que Afganistán tiene una estrecha frontera. El segundo propósito, directamente económico: apoderarse de las inmensas riquezas minerales de Afganistán, sobre todo de las llamadas “tierras raras”, litio y cobalto (“en la actualidad China, la República Democrática del Congo y Australia acaparan el 75 por ciento de la producción mundial de litio, cobalto y tierras raras”, diariojudío, 28 de agosto). Según el servicio geológico y estudios militares de EE. UU., en Afganistán se halla una de las principales reservas mundiales de litio. Y en el colmo del descaro: “Tanto el primer presidente afgano como el nuevo embajador de EE. UU. en Afganistán después de 2001 habían trabajado anteriormente para Unocal, una importante empresa petrolera estadounidense que llevaba tiempo planeando un oleoducto a través de Afganistán (…) En 2010 el ejército estadounidense y los geólogos descubrieron que el subsuelo afgano contiene minerales preciosos por un valor de un billón de dólares. Entre ellos se encuentran el hierro, el cobre y el oro. Pero aún más importante es el litio. Afganistán posiblemente tenga una de las mayores reservas de litio del mundo. El litio es un componente esencial de las baterías recargables y otras tecnologías vitales para afrontar la crisis climática, pero es escaso” (Rebelion, 23 de agosto).
Añádase a ello, y no es poca cosa, que Afganistán es el primer productor mundial de opio, aun bajo la presencia norteamericana. En el año 2000, el gobierno talibán prohibió el cultivo de amapola, cuya superficie se redujo a ocho mil hectáreas; pero ya bajo ocupación americana, en 2017 había 40 veces más (328 mil hectáreas). En 2020 se producía en el país el 85 por ciento del opio del mundo (Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito, UNODC, Informe Mundial sobre Drogas).
Una vez llegado al poder el Talibán, el 15 de agosto, y como era esperable, con el afán de estrangular financieramente al naciente gobierno y crear inconformidad social por falta de dinero y servicios básicos, el FMI y el Banco Mundial (a las órdenes de EE. UU.) han congelado las cuentas del gobierno afgano en el extranjero y suspendido la entrega de recursos financieros que venían aportando al país: el BM, 800 millones de dólares y el FMI, 400 millones. En tales circunstancias, es altamente probable que China podrá ayudar y estará interesada en atender la necesidad de financiamiento, apoyo técnico e inversiones, fortaleciendo así su presencia en el país y afianzando una posible alianza con el nuevo gobierno. El Talibán se verá obligado, por elemental sobrevivencia, a buscar legitimación diplomática y manejar una política pragmática que le obligue a moderar sus excesos de radicalismo religioso, para atraerse apoyos extranjeros, romper el aislamiento y enfrentar la crisis económica, y por lo tanto social y política, que se le viene encima. Y deberá matizar su actuar político, pues si bien es un aliado atractivo para China y Rusia, potencias que pueden prestarle ayuda, por otra parte, éstos lo ven con desconfianza como fuente potencial de inestabilidad regional. Evidentemente, la derrota de EE. UU. está provocando un reacomodo en la geopolítica de Asia Central. De esto hablaremos en la siguiente entrega.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.