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Han pasado ya tres años de que el partido Morena tomó la Presidencia de la República y la mayoría en la Cámara de Diputados y dio en llamar a su régimen de manera petulante e inmoderada, “Cuarta Transformación”, igualándose a priori y sin ningún sustento con grandes gestas de la historia de México. Pero como el tiempo lo desvela todo, el nuevo gobierno ha resultado ser un embuste monumental que no ha cumplido ni la más elemental de sus promesas; todo lo contrario, la más atractiva, resonante y publicitada, la que entusiasmó a millones de mexicanos, que es la que aseguraba que en ese régimen estarían “primero los pobres”, ha quedado reducida a una insultante maniobra de lo que se identifica como un fenómeno de manipulación de masas.
Los pobres de México son ahora más y están más pobres que el 1º de diciembre de 2018. Durante el año 2019, el primero del gobierno morenista, el Producto Interno Bruto (PIB) se contrajo; durante el segundo año, 2020, el año de la pandemia, el PIB se contrajo mucho más, casi el nueve por ciento y, en lo que va de 2021, en el primer trimestre, ya se reporta un decremento del PIB de 2.9 por ciento con respecto al primer trimestre del año pasado. No hay crecimiento porque no hay inversión y, consecuentemente, la desocupación y el empleo informal aumentan.
Sube el precio del jitomate, del aguacate, de las tortillas y la gasolina, que era de las promesas estrella, pues se gritó que no habría gasolinazos. La inflación en abril ya va en un equivalente al 6.08 por ciento anual, el nivel más alto desde diciembre de 2017, lo que significa un grave deterioro de sueldos y salarios y, por segundo mes consecutivo para los que los tienen, la inflación está fuera del objetivo fijado por el Banco de México, que es de tres por ciento, con un intervalo de un punto porcentual hacia arriba o hacia abajo.
La inmunidad de rebaño que se aplicó al ataque del peligroso virus SARS-COV2 también es obra de la “Cuarta Transformación”. Desde el principio, los gobernantes tuvieron claro que su tarea fundamental consistía en mantener la producción y venta de mercancías, es decir, sostener la apropiación de la ganancia mediante la explotación del trabajo asalariado sin interrupciones. Para ello, empujaron al pueblo a salir y abrazarse, a no temer a la enfermedad, a usar conjuros y estampitas y, cuando los contagios los arrasaron, aceptaron el confinamiento, pero sin apoyos, para obligar nuevamente a la población a salir a la calle e inventar una “nueva normalidad”. Sin pruebas de contagio, sin hospitalizaciones oportunas, sin camas especializadas, los decesos ya llegan a 220 mil mexicanos y la vacunación avanza tarde, lenta, con aglomeraciones, seleccionando a capricho a la población por sectores y nadie ha dicho nunca con bases cuándo va a terminar el proceso.
“No somos iguales” ha dicho reiteradas veces el presidente Andrés Manuel López Obrador y lo define como que se trata de un selecto grupo de mexicanos que no roba, no miente y no traiciona. Tomemos en serio su proclama. Hagamos caso omiso de que su promesa histórica y fundamental fue un robo de la confianza ciudadana, una mentira inocultable y una traición al pueblo de México. Si nos atenemos pues a su autodefinición, “no somos iguales”, estaríamos ante una comunidad excepcional, pero recordemos que el excepcionalismo ha sido usado en la historia de la humanidad para cometer los peores crímenes y atrocidades. Fueron excepcionales los centuriones romanos, los colonialistas ingleses, los nazis alemanes y todavía se definen excepcionales los imperialistas norteamericanos que así justifican su derecho a imponerse al mundo y dictar su modo de producir y de pensar.
¿Y cuántos son los que “no son iguales”? ¿Hasta dónde llega el excepcionalismo que pregona López Obrador? ¿Es una forma mayestática de hablar y solo se refiere a sí mismo? ¿Solo hasta su familia? ¿Hasta su círculo cercano? ¿Llega hasta los secretarios de Estado? ¿Abarca a los gobernadores morenistas? ¿A los senadores y diputados? ¿A todos los militantes de Morena, incluidos los que se incorporaron ayer?
Es más, si tomamos en cuenta que existe la ley de la causalidad deberíamos preguntarnos: ¿cuáles son las causas o la causa espiritual o material de que en nuestro país haya surgido y exista y actúe una congregación con esas características exclusivas? ¿Son de una raza común, de una región específica, se han desarrollado como grupo político en condiciones particulares? ¿En esas condiciones extraordinariamente favorables se desarrollaron Cuitláhuac Jiménez, Miguel Barbosa, Manuel Barttlet y Félix Salgado Macedonio, solo por poner unos ejemplos? ¿Estos sujetos también pueden alardear de que “no somos iguales”?
Este peligroso excepcionalismo no se ha quedado en meras declaraciones. Ha pasado a ser una alarmante norma de conducta política. Ante la caída de las preferencias electorales de su partido, el Presidente de la República ha estado aprovechando la alta investidura que le otorgó el pueblo de México para proteger e impulsar a los miembros de esa cofradía que, como “no somos iguales”, tiene derechos especiales. Criticando abierta y bruscamente las determinaciones que conforme a derecho han tomado las autoridades electorales, sin ser autoridad electoral, usurpando funciones que no le corresponden, el Presidente de la República descalificó la decisión que se tomó en torno a las candidaturas de Félix Salgado y Raúl Morón. “Eso no tiene ninguna justificación, se me hace excesivo –dijo– pero además antidemocrático, por eso hablo de que fue un golpe a la democracia, porque la democracia es respetar la voluntad del pueblo, es el pueblo el que decide, el que manda”, sentenció.
No ha sido la única ocasión en que el Presidente se colocó por encima de las leyes y las instituciones que el pueblo de México ha conquistado con sangre. Tengamos presente que cuando el Congreso aprobó, violando la Constitución y atropellando al colectivo de ministros que forman la Suprema Corte de Justicia de la Nación, otorgarle dos años más en funciones al ministro presidente de la Suprema Corte, López Obrador encareció sin mesura la personalidad del ministro en cuestión considerándolo un individuo único y excepcional. “Es una garantía para acabar con la corrupción que haya ministros como el presidente de la Corte, Arturo Zaldívar, que es un agente integral y que tiene el propósito de limpiar de corrupción al Poder Judicial”, dijo.
¿Y qué decir de su intromisión abierta e ilegal en las elecciones de Nuevo León? “Pero, ¿cómo no voy a tener que ver?”, confesó. “Y que usted está metiendo la mano en las elecciones”, se le preguntó. “Claro que sí, claro que sí –respondió– si aquí lo di a conocer, si es del dominio público, lo estoy diciendo, no podemos ser cómplices del fraude”. ¿Estamos pues ya ante un Presidente con poderes especiales que funge como acusador, juez y verdugo? ¿El Ejecutivo se puede atribuir las funciones que le convengan? ¿No cree usted que todos estos hechos solo se explican con la teoría y la práctica del excepcionalismo?
Los grandes problemas siempre empiezan pequeños. No desestimemos los hechos crasos que nos demuestran que nos estamos encaminando a un régimen dictatorial en donde los que gobiernan están seguros de que “no son iguales” y en donde, en nombre y representación de ellos, ejerce el poder una sola persona, la menos igual de todas, con atribuciones especiales y que se arroga la tarea de garantizar, él solo, el progreso y la felicidad del pueblo. “¡Al diablo las instituciones!”, dijo un día. Y ahora puede haber llegado el momento de hacerlo realidad. Bertolt Brecht, el dramaturgo genial, escribió un día con sorna en La Solución, unas palabras de proyección histórica que todavía resuenan y retratan: “¿No sería más sencillo en este caso que el gobierno disolviera al pueblo y eligiera a otro?”.
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Escrito por Omar Carreón Abud
Ingeniero Agrónomo por la Universidad Autónoma Chapingo y luchador social. Autor del libro "Reivindicar la verdad".