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Beethoven tiene tanta fama como Einstein y, como ocurre con el físico, alguna vez hemos escuchado sobre él, pero exactamente no sabemos en qué consiste su obra. El que googlea sabe que fue el compositor más famoso de la música clásica o el autor del Himno a la alegría. Y sí, Beethoven compuso música, aunque no toda pertenece a ese periodo, ya que lo irrepetible de sus obras corresponden al periodo romántico; incluso cabe decir que el estilo propositivo de sus últimos años se adelantó más allá de esta corriente, como lo sugieren sus Cuartetos para cuerdas op. 127, 130 - 135.
También es cierto que la Oda a la alegría lo eterniza, y no sin razón, porque realmente se trata de un fragmento correspondiente al cuarto movimiento de la Novena sinfonía, ya que el genio solo compuso nueve sinfonías. Para quien ha escuchado esta sinfonía con un poco de sensibilidad, aprecia –aun sin saber una r de alemán– que el clímax, la parte más emotiva y majestuosa de la obra se halla en el capítulo cuatro y último, la cual, de algún modo, eclipsa al resto de la composición, aunque los otros movimientos no lo desmerecen; es más, son indispensables para una apreciación más plena de este final coral.
Comencemos por decir que una sinfonía representa uno de los formatos más complejos y completos de la música. Es una obra que hace converger sonidos y percusiones de toda la gama orquestal, con la voz humana (aunque no siempre). En este universo de sonidos, las combinaciones son infinitas. Las sinfonías pueden ser compuestas por placer musical, pero, aunque las motivaciones personales de cada compositor son determinantes, pocas veces una sinfonía es “monopolizada” por un solo sentimiento. Por el contrario, contiene varias emociones y sentimientos abigarrados. Así pasa con la Novena sinfonía.
En el primer movimiento, los acordes crean una atmósfera de avasalladora incertidumbre y fuerza; en una intensidad que va de menos a más, nos sugiere el comienzo de la vida de cualquier persona; nada cierto se tiene, todo es expectativa y enigmático; aquel ambiente es irrumpido por el estallido del acorde de re menor; aquella vida que inicia, colisiona con el sufrimiento por vez primera. Aprender que la vida manifiesta su existencia con el dolor, puede hacerla ver vacía o carente de sentido; pero, para Beethoven, este aspecto inevitable no lo es. La segunda parte de este movimiento nos alivia; su delicadeza contrasta con el movimiento precedente. Aquí los alientos (trompetas, cornos, flautas, oboes, etc.) nos contagia de una profunda dulzura; Beethoven sabe que la vida es esa armonía y simultánea pugna entre contrarios. Lo mismo ocurre con la humanidad, capaz de generar los peores desastres (el auto-aniquilamiento) y, al mismo tiempo, crear poesía, arte, música.
El segundo movimiento expresa un scherzo, acorde con su definición: oímos ritmo, jugueteo, trote. Alude a ese cariz de la vida que nos hace gozar, la alegría incontenida que crece y nos colma de éxtasis; baile, danza, sacudimiento entregado al gozo. Conocido por su inclusión en Naranja mecánica, este movimiento arde en extroversión. Beethoven, enseguida, opone su antípoda, el adagio, el movimiento lento. Si lo exterior resulta pleno en el segundo movimiento, para el tercero hallamos una insinuación a la paz interior, la introspección sincera; la música es penetrante, dilatada y espiritual; una especie de arco dramático, aquello puramente humano que representa la abstracción. Beethoven nos recuerda que la vida es lo externo con el scherzo y no se debe desdeñar; pero lo más cabal para llamar vivir la vida, es pensarla, cuestionarla y reflexionarla. Sin esto, la vida carece de sentido; el resultado: entender nuestro vínculo con los demás, nuestra codependencia, nuestra deuda con lo colectivo. Dicho brevemente: pensar nuestra vida es reconocer nuestro papel en el mundo. Al asimilar este tercer movimiento, estamos preparados para festejar la explosión final, la alegría. ¿Qué tipo de alegría? La que nace de amar al otro. La fraternidad más sincera y pura. El canto nos invita a abrazarnos, a unirnos unos a otros. Beethoven hace música con los versos del poeta Schiller: “¡Abrazaos, criaturas innumerables! /¡Que ese beso alcance al mundo entero!” Y exclama:
Tu hechizo vuelve a unir
lo que el mundo había separado,
todos los hombres se vuelven hermanos
allí donde se posa tu ala suave.
Es impresionante apreciar la irrupción de la voz humana ante los tres movimientos previos, que parecían completos; pero un mensaje tan humano, como lo pensaba Beethoven, reclama la voz humana. Le importó mucho que el mensaje fuera diáfano: el futuro de la humanidad es la fraternidad, empeñarse en ello nos dota de humanismo verdadero. Vigente mensaje: nuestra cultura sumida en las heladas aguas del cálculo egoísta se ahoga. Felices fiestas a los lectores de buzos.
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Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl
Columnista