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El individuo en la sociedad capitalista se deshumaniza porque se parcializa; la base de ello es, ante todo, la inmensa y exhaustiva división del trabajo; los participantes en la producción se hacen cargo de labores cada vez más parciales. Esto ocurre en toda la esfera productiva, incluida la de los servicios. La consecuencia: la ultra especialización de los individuos los hace perder la perspectiva del todo. Los dueños de los medios de producción ansían trabajadores que sean especialistas en fragmentos de trabajo monótonos y reducidos; gana en pericia parcial, pero a costa de una estrechez de miras; con esta condición se convierten, sin advertirlo ellos mismos, en apéndices de los procesos mecanizados, en autómatas. Aunado a ello, la educación que proporciona el Estado burgués perfila el individuo a este utilitarismo económico. Fomenta en ellos el anhelo de consumir y despilfarrar; mas, paradójicamente, acerca a la mayoría de la población al desfiladero de la carencia absoluta, los proyecta para que sueñen con una vida llena de suntuosos consumos pero en la vigilia los obliga a llevar vidas ancladas al árido camino del pequeño crédito y los intereses. No hay preocupaciones más allá.
Éstas son las condiciones que hacen que el capitalismo genere hostilidad hacia toda aquella producción humana que no apunte en esta dirección: el arte y la cultura no son los favoritos del capital. Se acepta que el aculturamiento masivo de las clases trabajadoras redunda en una elevación de sus perspectivas, en formular una postura que va en contra del conformismo, no solo de corte individual, sino social. Es decir, el acercamiento a los problemas humanos universales (como el anhelo de paz o de amor pleno) a través de una obra de teatro, por ejemplo, les abre la posibilidad de cuestionar la propia existencia humana. No olvidemos que el acto creador, por definición, es un acto de inteligencia. Su asimilación requiere una apertura mental, sensibilidad despierta. El capital no forma hombres así, porque le son “inútiles” para sus fines. Por eso las expresiones artísticas persisten no por la sociedad capitalista, sino a pesar del capitalismo.
El complemento: mercantilizar las obras artísticas y constreñirlas al consumo de integrantes de clases medias ilustradas y poseídas de forma perenne por la alta burguesía, más como llanos aditamentos de un estilo de vida distintivo de clase refinada; el arte que se subasta y que, al mismo tiempo, se encapsula para el goce de las élites.
Aquí el Estado burgués tiene una participación mediocre. Conserva museos y organiza festivales, pero no penetra masivamente; para hacerlo, el alcance educativo debería elevarse drásticamente, sobre todo en calidad. Como pasa con la riqueza material, el Estado burgués puede repartir despensas, pero no generar inversiones para elevar los servicios de salud y educación para las clases laborantes. Además, sobra decir que los políticos burgueses, fieles a su compromiso con ellos mismos y su camarilla, no tienen compromiso alguno con la gente más humilde. Es más, les resulta estorboso los pueblos que votan y exigen.
Éste es el otro ángulo que muestra el conservadurismo de López Obrador: ni educa a las masas trabajadoras, ni las eleva a través de una difusión masiva de la cultura, mediante una inversión cuantiosa en instrucción y prácticas artísticas, no solo para crear condiciones para elevar la consciencia crítica de las masas, sino también para hacerlas partícipes en esa transformación que dice encabezar. Difícil imaginarlo: su discurso es abiertamente impreciso, falso y manipulador. Se afana en que el Estado tenga ese papel de mantener a raya la rebelión popular, mediante el reparto sistematizado de mendrugos de la riqueza nacional, a costa de un acortamiento en los alcances, ya de suyo limitados, de las instituciones del Estado burgués para preservar esta doble calamidad que significa ser pobre tanto material como espiritualmente.
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Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl
Columnista