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La economía capitalista, al basarse en la anarquía en la producción, se condena a las crisis, pues los empresarios, para vender el máximo posible, producen mercancías en exceso, pero la demanda efectiva no crece junto con la oferta y llega un momento en que ésta es tanta que se satura el mercado, caen los precios, se detiene la producción, cierran las fábricas y se genera el desempleo, con lo que se completa un círculo vicioso, pues la desocupación reduce aún más la demanda. La solución clásica a esto ha sido destruir mercancías; por ejemplo, cuando el mercado internacional de café se satura y caen los precios, se destruyen millones de toneladas del grano para generar “escasez”, presionar los precios de nuevo al alza y hacer atractiva la producción. Pero luego de cierto tiempo, el problema se repite y viene la misma solución destructiva.
La primera crisis ocurrió en 1825; después, éstas crisis se han sucedido más o menos cada 10 años. Ya en el siglo XX, en 1929, en Estados Unidos (EE. UU.), la llamada Gran Depresión ocasionó el cierre masivo de empresas y desempleo. En 1991 y 2001, el país sufriría recesiones, pero sin llegar a niveles devastadores; igual ha ocurrido con Japón, que ha padecido un estancamiento prolongado durante la última década.
Algunas características de las crisis han venido variando; por ejemplo, los efectos de las últimas se han descargado de manera localizada en países menos desarrollados; al progresar la globalización, las multinacionales instalan plantas en países pobres, por lo que si el crecimiento se frena en EE. UU., el país no tiene por qué desemplear de inmediato a sus propios obreros y privarlos del consumo, sino que se despide, o no se emplea, a trabajadores de países pobres, trasladando hacia ellos las consecuencias. El desempleo ya no está en las calles de Chicago o Detroit, sino en México, Brasil o Perú.
Entre los factores que han permitido a los países avanzados manejar las crisis, está en primer lugar la evolución de la estructura productiva y de mercado, que al inicio se basaba en multitud de empresas pequeñas y dispersas en competencia perfecta, pero que hoy se concentra en monopolios y oligopolios, permitiendo así alguna planeación y cierta coordinación, por ejemplo al dividir el mercado por regiones. Como lo ha destacado David Harvey en Los límites del capital, debido a los cambios cuantitativos de la centralización del capital en el tamaño de las empresas y en su número, ha ocurrido una variación cualitativa, provocando cambios organizacionales.
La centralización se ha visto propiciada por la integración vertical, que permite a empresas que antes funcionaban separadas, coordinadas solo por el mercado, integrarse bajo una dirección corporativa central, sometidas a un solo plan. En las corporaciones multidivisionales, con empresas de diferentes giros, pueden diversificarse los activos y reducir el riesgo, pues si una cae en crisis, las otras pueden mantener a flote al conjunto.
Harvey sostiene también que el gobierno coadyuva con mayor diligencia en la coordinación y funcionamiento de las empresas. Esto lo hemos visto en México en la aplicación de recursos públicos a millonarios programas de rescate a las autopistas quebradas, el Fondo Bancario de Protección al Ahorro (Fobaproa) con los bancos, los ingenios azucareros, etcétera, impidiendo así su quiebra y cierre total. En Japón, el gobierno protege a los bancos de la quiebra y en EE. UU. se protegen industrias con subsidios, compras gubernamentales o protección aduanera. Paradójicamente, según la economía neoclásica el Estado no debe intervenir en la economía, pero vemos que interviene más en la protección de empresas y manejo de crisis. Otra medida ha sido frenar la producción subiendo las tasas de interés y frenar la demanda bajando el ingreso real.
Las instituciones financieras internacionales como el Fondo Monetario, el Banco Mundial y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), cumplen en esto una función importante. Se ha creado un fondo de reserva para aplicarlo a países en crisis, a los que se inyectan recursos con carácter urgente, como préstamos, para evitar el contagio.
Todo lo anterior no significa en absoluto que las crisis hayan desaparecido y que no sigan siendo la gran amenaza del sistema. Las economías de los países ricos se mantienen en pie, pero las crisis siguen, aunque algunos de sus síntomas hayan variado, por ejemplo, haciéndose más locales, o regionales, siguen siendo devastadoras, como las de Argentina, Rusia y la de México en 1994-1995.
Para evitar el desfasamiento entre oferta y demanda se ha privado de consumo a cientos de millones de personas y se reduce la producción, pero sin resolver el problema de fondo, el de la distribución, sino solo modificando sus síntomas o trasladándolo a otras regiones, con efectos verdaderamente devastadores. Es sabido que las dos grandes causas posibles de freno de la economía capitalista son el abasto de materias primas y la disponibilidad de mercados para los productos; pues bien, las guerras han permitido, hasta hoy, mantener resueltos ambos problemas, evitando la parálisis de las industrias, abriendo mercados a cañonazos de manera permanente; ejemplo de esto ha sido la invasión a países petroleros. Asimismo, se ha obligado a los países pobres a abrir sus mercados mediante la firma de tratados de libre comercio con los ricos, garantizando a éstos la colocación de sus mercancías. Eso significa el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) en Latinoamérica y la expansión de la Unión Europea hacia los países de Europa Oriental. Y si algún país se rebela, se le invade, como ocurrió con Yugoslavia y Afganistán.
De cualquier manera, si bien se han atenuado algunos efectos, otros se agudizan. El desempleo crece de manera amenazante como consecuencia del desarrollo tecnológico; la pobreza y la delincuencia se generalizan y las guerras se vuelven más frecuentes y el sector informal crece en los países pobres como efecto colateral de las políticas macroeconómicas aplicadas. Los sectores sociales capaces de comprar son cada vez más pequeños, lo que implica una progresiva reducción de los mercados. Las crisis, pues, siguen ahí, amenazantes, pero ahora de manera permanente.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.