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El 15 de diciembre, el El Universal publicó un artículo del economista Carlos Alejandro Loyola, que intituló Yo culpo al ITAM, en el que el autor, egresado del Instituto Tecnológico Autónomo de México, escribe sobre una joven estudiante de derecho que, en días previos, se había suicidado por presiones académicas. El escrito reúne un exhaustivo testimonio de acusaciones sobre acosos sexuales, misoginia, actitudes altaneras de algunos docentes y directivos hacia sus alumnos, con las que tienen la manifiesta intención de hacerlos sentir ignorantes. Profesores graduados en prestigiosas universidades extranjeras que establecen un régimen absurdamente rigorista en sus clases para “darse a respetar”. Loyola argumenta que muchos de los que enumera son egresados de esa misma universidad y concluye que este clima antipedagógico es característico del ITAM.
El hecho, en mi opinión, no es privativo de este centro universitario. Se sabe que, en varias escuelas prestigiadas de nivel superior, existe profesorado con tales actitudes. Es probable que, en el ITAM, el problema sea más pronunciado, porque se trata de una escuela privada de cuotas altas que, por lo mismo, también es una empresa; y el servicio educativo representa un negocio donde resulta imperioso que los maestros sean exigentes a la hora de evaluar la calidad.
Hacer que nuestras universidades actúen como empresas excluye la alegría del aprendizaje, la utilidad social de la investigación y la enseñanza; intencionalmente o no, son simuladores del estrés normal en el mercado laboral. Aquí cabe la explicación, aducida por algunos defensores, de este rudo método de enseñar a los estudiantes: el maltrato representa, apenas, un atisbo de lo esperado en el sector privado, donde sueñas trabajar. No mienten. La empresa difícilmente es considerada. Para nadie es un secreto que, debido a la obsesión de las empresas por los buenos resultados, el clima de estrés laboral es inevitable. Y se sabe que una vida llena presiones conlleva a desórdenes en la salud mental.
De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), en 2030 la depresión será la principal causa de discapacidad en el mundo. Además, especialistas en el tema afirman que el estrés será aun más agobiante, generará mayor incertidumbre social, económica y política y, por lo mismo, aumentarán las frustraciones laborales como factores cada vez más comunes de depresión y suicidio. Y, ciertamente, las universidades, especialmente las concebidas como empresas mercantiles, son las más propensas a generar este tipo de problemas, pues pocas veces muestran un verdadero interés por atender tales padecimientos en sus usuarios (estudiantes).
En septiembre de este año, el diario británico The Guardian publicó, precisamente sobre este asunto, un dossier, al que tituló La forma en que se manejan las universidades nos está enfermando. Irene Stone, una experta en el tema escribe: “Las universidades son solo un reflejo de lo que sucede en toda la sociedad. La presión está cambiando sobre cómo trabajamos: ahora no solo tenemos un trabajo, hacemos malabares con tres. Todo puede causar mucha ansiedad y estrés”. Otro estudioso identifica las presiones del mercado laboral, el aumento de la deuda estudiantil y una cultura dirigida por objetivos, que contribuyen a un fuerte aumento de la ansiedad y la depresión entre los jóvenes. Las universidades privadas padecen internamente la competencia de la libre empresa. Espolear a los jóvenes para que sean competitivos representa una necesidad cierta; este carácter competitivo a ultranza, lógicamente, conlleva a un individualismo atroz y éste, a la postre, a un sentimiento profundo de aislamiento.
¿Hay razones para mirar la vida como una carrera de obstáculos, donde los otros competidores te arrebatan tus metas si ganan? Sí. En nuestra sociedad, las oportunidades son cada vez más escasas. Ridícula paradoja. El capitalismo ha logrado incrementar la riqueza de forma global; nunca la humanidad había conseguido el inmenso arsenal de mercancías y bienes que hoy posee. Sin embargo, el acceso de la población a su disfrute es cada vez más complicado.
Empecemos en que el acceso a la educación superior está restringido. En México, casi todas las universidades estatales rechazan a más del 50 por ciento de sus aspirantes; la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) rechaza al 90 por ciento. Empeñarse en entrar a la universidad obedece, en muchos casos, a la necesidad de hallar mayores posibilidades de empleo. Pero esto tampoco es una certeza: uno de cada dos desempleados en México pertenece al segmento de la población con mayor educación. Estudiar solo es el principio de una vida de competencia. Es preciso anotar que tal escasez de oportunidades para la realización económica y espiritual tiene un nexo fuerte con el despilfarro y la alta concentración de la riqueza en una poderosa élite mundial; o sea, no solo destroza la vida de mucha gente en términos económicos, sino también los aniquila espiritualmente.
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Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl
Columnista