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En A orillas del mar (Rimas, 1880) el poeta y patriota Ignacio Manuel Altamirano condena la aquiescencia con que los sectores más retrógradas de la clase dominante mexicana recibieron a las fuerzas invasoras en 1861. La historia de Francia, dice el poeta, llena de ejemplos de heroísmo y también de guerras e invasiones en las que su pueblo sufrió muerte y destrucción, no pudo haber anunciado la degradante conducta de su ejército, cuyas atrocidades en México no corresponden al glorioso pasado de la cuna de la Libertad. ¿Era solo mentira, fingimiento vil, –se pregunta– todo el ideario de la Revolución Francesa? ¿La infame conducta de la nación invasora arroja luz sobre la falsedad de los ideales de los revolucionarios de 1789?
¡Francia! País de corazón tan grande,
de pensamiento generoso y libre,
tú que alumbraste al mundo esclavizado
y soplaste en el alma de los pueblos,
en los modernos siglos, ese odio
que va minando el trono de los reyes;
tú que llevando escrita en tus banderas
con sangre y luz, la libertad del mundo,
en su solio espantaste a los tiranos,
y en su altar sepultaste al fanatismo:
Tú que recuerdas con tremenda ira
las orgías del inglés en tus hogares,
y el insultante grito del cosaco
al pisar el cadáver del imperio,
¿cómo vienes ahora en tus legiones
el lábaro feroz de la ignorancia
y de la injusta y negra servidumbre
a un pueblo libre que te amó, trayendo?
¿Tu misión olvidaste con tu historia
y manchas tus blasones, despreciando
tu pura fama, al interés vendida?
¿Es que existen naciones, como existen
embusteros profetas, que fingiendo
sacrosanta virtud, al cielo ultrajan,
borrando el hecho lo que dijo el labio?
Y el poeta de Tixtla responde la retórica pregunta: No. No es el pueblo francés, depositario de los más altos ideales de justicia y libertad, y artífice de la gran Revolución quien invade la patria mexicana, donde vive un pueblo hermano que lo admira. También el pueblo francés sufre la opresión tiránica de quien ahora moviliza un ejército contra Mexico; también sus mejores hombres sufren persecusión, destierro e injusticia, mientras Francia se ha convertido en una potencia imperialista que marcha sobre otras naciones para saciar su sed de dominio.
Yo te miro república naciente
ahogar la débil libertad de Roma;
yo te miro después apresurada
dar un abrazo al Austria sobre Hungría;
yo te miro más tarde abandonando
de los tzares al fiero despotismo
la suerte ¡ay! de la infeliz Polonia,
y voy á maldecirte.... y me detengo,
no eres tú, no eres tú, pueblo grandioso
que a la divina Libertad consagras
dentro tu corazón ardiente culto,
sino el tirano odioso que te oprime…
…
Tú gimes, tú también, pueblo de libres
encadenado ahora al solio férreo
que tu paciencia sufre y abomina;
¡más su injusticia y su furor acusan
el grito de tus nobles desterrados
y la voz varonil de tus tribunos
y la cólera santa que te agita.
Dedica el poeta las siguientes estrofas a narrar los horrores por los que atraviesa el pueblo mexicano al paso del invasor; describe emocionado la batalla desigual por la defensa de la nación mexicana, lucha que los próceres de la Independencia contemplan con beneplácito desde el cielo, al ver a los nuevos patriotas combatir con heroísmo; y convoca a los defensores a soportar los rigores de la guerra y a sucumbir, de ser preciso, en aras del alto ideal, al que él mismo sirviera.
¿Qué importa la miseria? ¿qué la dura
intemperie y las bárbaras fatigas?
¿Qué el aspecto terrible del cadalso?
Este combate al miserable aparta,
del desamparo el fuerte no se turba,
solo el vil con el número bravea.
¡Cuán hermoso es sufrir honrado y libre,
y al cadalso subir del despotismo
por la divina Libertad, cuán dulce!
¡Oh! yo te adoro, Patria desdichada,
y con tu suerte venturosa sueño,
me destrozan el alma tus dolores,
tu santa indignación mi pecho sufre.
Ya en tu defensa levanté mi acento,
tu atroz ultraje acrecentó mis odios,
hoy mis promesas sellaré con sangre
que en tus altares consagré mi vida!
El triunfo aguarda, el porvenir sonríe,
pueda el destino favorable luego,
dar a tus hijos que combaten bravos
menos errores y mayor ventura.
Pero si quiere la enemiga suerte
de nuevo hacer que encadenada llores,
antes que verte en servidumbre horrenda
pueda yo sucumbir, oh Patria mía.
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.