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Los niños y las niñas son el objetivo central de todo programa educativo en una sociedad. Por eso, su tratamiento es el más sensible en las etapas tempranas de su formación y los Estados nacionales les dedican esfuerzos y recursos ingentes para que los infantes tengan garantizada su educación.
Es sabido que un niño aprende gracias a que tiene aptitudes cognoscitivas impresas en su código genético, y que el proceso educativo consiste en activar y desarrollar las cualidades que potencialmente se hallan en él desde que es un bebé, aunque también puede conseguirse lo contrario cuando la educación no es la adecuada: que sus aptitudes sean atrofiadas.
Afinar y no dañar las cualidades humanas es el objetivo de educar, pues a la niñez se le hereda el mundo. Los niños, niñas y adolescentes llegan a convertirse en adultos y toman posesión de tal herencia, que será desarrollada del mejor modo, si los cimientos que le proveyó la educación fueron firmes.
Hay quienes no dejan nunca de tener un carácter infantil aun siendo adultos. Esto ocurre con las personas que son incapaces de valerse por sí mismas, es decir, que no son autónomas. Su formación no las dotó de instrumentos para la vida, entre los que destacan las normas de conducta que les sirven como guía. Por ello además de ciencias naturales, historia, idiomas, ..., los niños y las niñas deben aprender, por ejemplo a respetar a otras personas, a ser honestos, a amar, etc., como enseñaban los sabios de la antigua Grecia.
Quilón de Lacedemonia enunció la máxima: “conócete a ti mismo”, refiriéndose a la necesidad de que el ser humano conozca sus fortalezas y límites, lo que de algún modo implica definir la posibilidad de superar sus limitaciones. El paso principal para el dominio de sí mismo consiste en el autoconocimiento, ya que a través de él puede conocerse la ignorancia propia; es decir, nuestros límites. Conocimiento, límite, mesura, autocontrol: todo esto era valiosa enseñanza en la Grecia clásica.
Adentrándonos en la máxima “conócete a ti mismo”, este conocimiento no es meramente individual y psicológico, pues significa autoconocerse en relación con los demás, ante nuestra historia, porque nuestra naturaleza humana se identifica con los demás, la comunidad, el colectivo social o la polis; es decir, con todo lo que nos rodea de manera objetiva, traspasando lo puramente personal, sobre todo al considerar que el conocimiento es, en primera instancia, reflejo de lo que existe fuera del individuo.
El conocimiento histórico y ético contribuye a la formación del carácter del niño y le permite concebirse como el futuro promisorio de su comunidad. Desde el Siglo VI antes de nuestra era se ha reclamado que se les enseñe a dialogar consigo mismos y con los demás para que se forjen con humanidad, calidad política y no solo como ingenieros, abogados o médicos. Esto mismo nos recuerda César Vallejo, poeta peruano que, por cierto, no concluyó la universidad:
Tal me recibo de hombre / tal más bien me despido / y de cada hora mía retoña una distancia.
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Escrito por Betzy Bravo García
Investigadora del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales. Ganadora del Segundo Certamen Internacional de Ensayo Filosófico. Investiga la ontología marxista, la política educativa actual y el marxismo en el México contemporáneo.